domingo, 10 de julio de 2016

Vacaciones

Vacaciones
El cartero había dejado su última misiva en mi buzón, el pasado mes de enero.
“Apreciado amigo, me encantaría verte por aquí de nuevo para revivir los buenos momentos que hemos pasado por estas tierras. Durante el carnaval pretendo viajar por el nordeste brasileño, pues me apasiona el sol y el mar de aquellas latitudes”
“Aquí estoy disfrutando en mis ratos libres de la playa “da Boa Viagemy de concurridas veladas en el barrio de Pina, dónde he escuchado tocar a músicos autóctonos, derramando sus canciones a ritmo de samba y de maracatú”.
“Pero no todo es folía y diversión, estoy inmerso en la realización de unos estudios de biología marina de grandes Cetáceos”.
He estado viajando por todo el litoral brasileño y he dado con mis huesos en Recife, donde estaré hospedado hasta terminar mi trabajo”.
“Espero terminarlo, antes del Carnaval, en el Centro Nacional de Conservación y Pesquisa del Peixe-boi en la isla de Itamaracá, que alberga un Museo para la divulgación de dicho Sirenio, donde algunos ejemplares de esa especie viven en cautividad. Se trata de un mamífero, vegetariano, de grandes dimensiones y lentos movimientos”.
“Anímate y ven a pasar el carnaval con tus amigos de la facultad. Te esperamos”.
“Un fuerte abrazo”
“Carlos”
Había aterrizado en el Aeropuerto de Guararapes y me dirigía por la autovía, para hospedarme en Olinda. Primera ciudad fundada por los portugueses en Brasil y que cuenta con un acervo histórico y arquitectónico importante, proveniente tanto de las culturas portuguesas como holandesa.
La lluvia incesante había ido aumentando de intensidad hasta convertirse en una tormenta tropical, acompañada por aterrador aparato eléctrico. Los limpiaparabrisas no podían en su ritmo más acelerado retirar el agua que a raudales golpeaba  contra los cristales, hasta el punto de resultar imposible ver las señales de tráfico y las rayas pintadas en el asfalto, obligándome a detener el vehículo en el arcén de la carretera a espera de que amainase el temporal.
…Al día siguiente me levanté, con un cielo radiante, entusiasmado por reencontrarme con Carlos que allí estaba prestes a terminar su trabajo científico.
Después de visitar el Museo, llenos de curiosidad por conocer ese extraño animal en peligro de extinción, debido a la caza furtiva para consumo de su carne  —dicen que sabrosa—  y el aprovechamiento de la grasa de su lomo que se utiliza como manteca para uso doméstico. El gobierno brasileño prohibió su caza en el año mil novecientos ochenta para preservar su especie.
Después fuimos todos los amigos a visitar el Fuerte Orange —una joya de edificación defensiva militar— construido a orillas del mar por los holandeses en el año 1640, vestigio imperecedero del nacimiento de esa nación explorada por portugueses y, disputada por holandeses ávidos de comerciar con las materias primas del país.
El Fuerte está enclavado en la playa del mismo nombre, desde donde se puede divisar al otro lado del canal de Santa Cruz:  “A coroa do aviao”, un islote al que se puede llegar en el catamarán de alguno de los barqueros que se ganan la vida transportando a los turistas hacia aquel minúsculo paraíso surgido de la acumulación de los sedimentos de arena traídos por el mar y, en donde mariscadoras hábiles capturan cangrejos y almejas deliciosas, que degustamos en los chiringuitos que allí hay instalado a la sombra de esbeltos cocoteros. Sentados a la vera del mar disfrutamos de la visión del Fuerte en toda su plenitud.
En la “noche del gallo” danzamos, a ritmo de frevo, las trepidantes canciones de carnaval, al mismo tiempo que una multitud evolucionaba frenéticamente por las calles de la ciudad, al son de tambores y panderos, girando y saltando agarrados a un paraguas, abierto, de múltiples colores.
Después de unos días, iniciamos un viaje distribuidos en varios coches hacia el noreste brasileño hasta llegar a Natal, el punto más cercano del continente americano a Europa, donde la luz es extremadamente brillante.
Nos alojamos en un resort en la playa de “A Ponta do Madeiro”, donde en la recepción del hotel, un loro “políglota” daba los buenos días a los huéspedes en el idioma que a él le parecía fuera el que hablara el viajero recién llegado. También frecuentemente el ave pedía, con bastante claridad, al camarero que atendía en el bar de la piscina, “que le diera café al loro”.
Uno de los paseos turísticos más interesantes y arriesgados de realizar por aquellas tierras es atravesar las famosas dunas móviles de Genipabú. Por ellas, transitan ”buggies” maniobrados por expertos y habilitados conductores, que suben y bajan con inusitada velocidad sus laderas casi verticales de algunas de ellas, que miden más de treinta metros, o circulan en posición horizontal, dando vueltas por las paredes arenosas del denominado “circo del infierno”.
Allí mismo, dentro del parque natural, pero siguiendo caminos diferentes del que utilizan los vehículos, dromedarios introducidos en ese medio como atracción turística hacen una ruta acompañados por guías, hasta la laguna de Pitanguí, para delicia de los visitantes que la disfrutan montados en ellos.   
Nosotros conducíamos nuestros ”buggies” con poca pericia y, nos costaba arremeter contra las bruscas subida que se presentaban de improviso ante nuestros atónitos ojos, so pena de quedarnos atascados en medio de la ascensión.
A lo largo del camino, atravesamos algunas dunas fijas entre promontorios de vegetación, donde el vehículo se inclinaba peligrosamente.
El aire que removía la fina arena tampoco ayudaba para realizar una conducción segura. La visibilidad se hizo cada vez más difícil y el tiempo cambiante arrastró hasta nosotros ingente cantidad de nubes negras que taparon el sol oscureciendo el entorno.
Más adelante divisé a lo lejos las siluetas de algunos camellos que marchaban en caravana. Entonces me di cuenta que había tomado un sendero equivocado.
De improviso sentí un salto al vacío; el coche perdió la adherencia al terreno e iniciamos una caída sin fin. Un golpe violento me arrojó del vehículo, y rodé por la vertiente hasta que me vi frenado por la incipiente vegetación rastrera…
Estaba aturdido, quise incorporarme pero no lo conseguí, al fondo del barranco mi amigo permanecía inmóvil aplastado por el vehículo volcado. Grité pidiendo socorro. Después silencio a mí alrededor.
De repente sentí un fuerte pinchazo en el brazo, instantes después el roce de unas finas patas caminando por encima de mi hombro. Con la visión casi nublada pude ver una araña enorme que se alejaba escondiéndose entre la maleza. Al momento sentí miedo. Después escalofríos, más tarde inconsciencia.
Un ruido estridente de fiesta y tambores golpeaba mis oídos. Veía venir grandes monstruos hacia mí y vampiros me atacaban mordiéndome la garganta. Estos eran repelidos por horribles zombis que me arrastraban hacia la muerte.
…Noté mi cuerpo flotando en el aire. Una sensación de movimiento acompasado de vaivén me llegó hasta el cerebro.  
Desperté en el Hospital Universitario de aquella ciudad, donde pude sobrevivir gracias al antídoto que me inyectaron, repuesto del traumatismo craneal pero con las piernas y los brazos escayolados.  
También ayudó a mi pronta recuperación, la buena noticia que me dieron:
—Su compañero de viaje también ha salvado la vida, gracias a la rápida intervención de los guías de los dromedarios.

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viernes, 8 de julio de 2016

Reminiscencias   
El anciano encontró aquella llave en el interior de una vieja caja de hojalata. La misma de la que, alguna  vez, un niño le había enseñado algunos retratos antiguos. El viejo los había contemplado con expresión ausente, mientras el chiquillo le hablaba, sin comprender muy bien qué le decía.  
Ahora sostenía la llave en su mano. Quizá le habría llamado la atención por su tamaño. Era muy vieja, de hierro colado, con filigranas en el ojo.
La guardó en el bolsillo de su pelliza y bajó las escaleras que momentos antes lo habían conducido hasta el desván. Salió a la calle, aprovechando una distracción de su hija, con la intención de descubrir la puerta antigua que pudiera abrir con ella.   
El paseo resultó muy corto. De pronto el viejo dejó de caminar desnortado ante el cruce de calles que se bifurcaban hacia las afueras de la población, sin saber hacia dónde dirigirse.
Un vecino conocido le orientó en la dirección de su domicilio, acompañándolo hasta el jardín de la casa, traspasando la verja y adentrándolo en él.
Aquella noche el anciano fantaseó con ventanas atestadas de macetas floridas, y enormes caserones donde lucían antiguos escudos heráldicos. También soñó con zaguanes que lo introducían en patios adornados con plantas y árboles que daban sombra a la casa, donde unos niños extraían agua de un pozo en cántaros y lo transportaban hasta la cocina. Allí una señora enlutada calentaba la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores, atizando el fuego de una chimenea  
Al día siguiente su hija lo despertó y le acompañó hasta el jardín para disfrutar del tibio sol del otoño pirenaico.  
Apenas el viejo se había acomodado en el umbral, la perra, de la raza sabueso, olfateó la llave que este mantenía entre sus manos y, mordiéndole los bajos del abrigo, le animaba a que la siguiera, apartándose de vez en cuando y volviendo para tirarle del gabán.
Sin darse cuenta se encontró caminando detrás del animal, que correteaba alegremente.
Se alejaron de la casa sin que nadie advirtiera sus pasos, hasta llegar a la alameda bordeada de cipreses, camino del cementerio.
Iniciaron entonces la subida en dirección a la montaña, atravesando robledales y bancales de pizarra. A veces el sendero se perdía entre matorrales para aparecer de nuevo junto al barranco.
Entre algún claro de los árboles se podía distinguir a lo lejos, colgado de las peñas, un pueblo deshabitado.  
La ascensión se hacía lenta y difícil para el anciano. Se desvistió del abrigo para seguir al animal, este inspeccionaba el camino ahora invadido de aulagas que le arañaban las patas a su paso.
El rumor del río, perdido entre los chopos, se hacía cada vez más perceptible anunciando su caída hacia un viejo molino. Al ver el torbellino formado por el agua escuchó en su cerebro el eco de la voz de un hombre gritándole a un muchacho, para que saliera del cauce torrentoso.
Al terminar la vereda, las primeras casas del pueblo recubiertas por la yedra, aparecieron súbitamente ante sus ojos.
Ambos, siguieron andando por las calles empinadas, resbalando a veces a consecuencia de los líquenes emergentes entre las piedras de la calzada.
Advertía asombrado los muros derruidos de las casas, que habían arrastrado en su caída las barandillas de hierro forjado de los balcones. Muchas de ellas habían perdido sus tejados, dejando ver los patios atrapados por las ortigas.
Ante tanta desolación, el anciano imaginaba un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor vestido con zamarra parado a la entrada de la taberna, pidiendo una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.
Permaneció, por largo tiempo, contemplando sobrecogido lo que quedaba del pórtico, invadido de zarzales, de la iglesia de San Miguel Arcángel.
En su interior veía a un niño sentado junto a una mujer mirándolo con ternura, mientras cantaba algún himno acompañado de la música de un órgano vetusto.
La presencia de una construcción de una sola planta, en aquella misma plaza, con varias ventanas a la calle, le transportó hasta una estancia repleta de niños sentados en viejos pupitres recitando a coro una retahíla de sonidos retumbándole en sus oídos y que le resultaba imposible descifrar.
Siguió andando en silencio, el deambular de la perra. Esta se paró de pronto, ladrando insistentemente al llegar a una desvencijada cuadra, que mal soportaba las paredes de una casa adosada a sus muros.
Tres desgastados escalones recubiertos de musgo le condujeron hasta una gruesa puerta de madera. De ella aún colgaba un pesado picaporte. La cerradura se presentó ante sus ojos llamativa como pidiéndole que probara con la llave su apertura. Al abrirla reconoció la estancia, y vislumbró en la penumbra a los personajes que antaño la habitaron:
Jacinta la de Alejo; Malvina; Hortensia de casa Fuster; el abuelo Serafín; su padre Justino y su hermano Germán. Al fondo su madre, sentada junto al fuego, le abría los brazos acogiendo su llegada. 
Penetró en la habitación, al mismo tiempo una joven se presentó ante él luciendo una sonrisa encantadora.
«¡Qué sensación más placentera!» Allí estaba, recibiéndole a besos, Amaia, su querida esposa.
Se imaginó subiendo al dormitorio, llevándola agarrada de la mano, mientras los viejos escalones se resquebrajaban a su paso.
Al mirar a través de la ventana, sin marco ni cristales, el entorno agreste de las montañas y sus cumbres nevadas, rememoró momentos de su vida en Esco, y vio pasar por delante de la casa un carro, atestado de muebles y baúles, tirado por las caballerías guiadas por sus vecinos, perdiéndose por el camino de Sangüesa. Conciudadanos como él que habían dejado el pueblo al construir e inundar el embalse de Yesa.
«¡Hoy al fin ya sé quién soy! Gritaré a los cuatro vientos»
—Sepan todos, hasta los que aquí yacen olvidados, que Venancio el de Casa Ager ha vuelto a sus raíces.

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