jueves, 1 de diciembre de 2016

Pecados de juventud
“Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte. Recuerdo como mi nieto, Damián, se las hizo pasar canutas a aquel chico.
Damián no tenía recuerdos de su padre ya que murió soterrado en una mina de León poco después que él naciera, allá por el año 1918. Desde muy niño fue pastor de ovejas y me acompañó durante años por la sierra de Gredos y los campos de Castilla.
Durante la trashumancia solíamos entrar en los pueblos del camino, donde nos deteníamos apenas el tiempo necesario para que el rebaño bebiera en el abrevadero de la plaza”.
“Aquella tarde en Candeleda, a la salida del colegio, lo vimos acercarse a la fuente del Castillo llevando detrás a casi todas las chicas del pueblo. Pero él no advirtió que su doble estuviera tan cerca.
Me sorprendió el parecido tan grande que tenía con Damián.
En ese momento pensé: «¿Será que mi hijo estuvo por aquí haciendo de las suyas?»
—Abuelo, ¿Por qué ese muchacho está bien vestido y calzado y nosotros andamos por el campo con unas alpargatas?  —preguntó—  ¿Por qué él puede ir al colegio y yo tengo que andar cuidando del ganado y de nuestro perro Yago?  —Continuó diciéndome bastante abatido.
No pude responderle. ¡Se me quebró el corazón! «¿Qué adelantaría decirle que las reformas que había prometido el Gobierno de la República estaban siendo sistemáticamente boicoteadas y no llegaban  a las clases más pobres de nuestra tierra?»
Durante el trayecto de regreso al aprisco, no paró de darle vueltas en su cabeza a la escena que habíamos presenciado en la plaza del pueblo.
—¡No es justo! —repetía.—  Todos los jóvenes teníamos que tener derecho a ir a la escuela, a vivir en una casa y a tener ropa decente que ponernos”.
“Aquel duro invierno de 1934, nos quedamos alojados en la majada de Poyales del Hoyo.
Damián había tomado la decisión de bajar cada día a Arenas de San Pedro para acudir a la Casa del Pueblo, donde se afilió al Partido Socialista y allí le enseñaron a leer y escribir.
Con el paso del tiempo supimos que aquel chico se llamaba Roberto y era hijo único del mayor terrateniente de aquel pueblo del valle del Tiétar en la provincia de Ávila”.
“En aquellos años las diversiones de los jóvenes pudientes de Candeleda, aparte de ir al cine, eran: jugar al futbol en invierno y bañarse en verano en el rio Garganta de Santa María. Actividades que Roberto tenía prohibidas por sus padres.
Por eso, en esas ocasiones, nunca estaba con el grupo. Entonces mi nieto se dejaba ver a propósito, y les quitaba la ropa a los que estaban jugando, que presentían era una broma que les había gastado su amigo y continuaban despreocupados dándole patadas al balón.
Pero si estaban bañándose, la cosa era diferente; la burla les obligaba a volver a sus casas en paños menores, siendo el hazmerreír de todos los vecinos.
Cómo era lógico las broncas que le echaban sus amigos por semejantes barrabasadas eran grandes y a veces le dejaban alguna que otra marca en la cara.
Roberto intentaba explicarles que no tenía nada que ver con aquellas fechorías, pero ninguno le creía”.
“…Llegó septiembre de 1935. Damián se arregló con las mejores ropas que les había quitado a los muchachos del pueblo y se calzó unos bonitos zapatos que le venían que ni pintado.
Aquella noche bajó a Candeleda y se incorporó a las fiestas de la Virgen de Chilla. Allí, en la plaza mayor, todos estaban bailando al son de una pequeña banda. Él se dirigió a la chica más bonita del grupo:
—¿Bailas, muñeca?
—¡A qué viene eso, Roberto! ¿Desde cuándo me llamas muñeca, no sabes mi nombre? ¿O es que el último mamporro de tu padre te ha dejado idiota?
Ni le contestó. La agarró por la cintura y la condujo bailando hasta un rincón apartado de la vista de los demás y le robó un beso que le supo a gloria.
—¿Quién eres tú, que bailas tan mal? —le espetó la chica.
En vez de responderle, Damián la besó nuevamente.
—¡Bailas muy mal!¡Pero besas divinamente! —le dijo entre avergonzada y satisfecha”.
“…Al estallar la guerra civil en el verano de 1936, a pesar de la diferencia social e ideológica que había entre ambos, de las travesuras que Damián le hizo padecer durante años; y aun habiéndole quitado la novia, Roberto le salvó la vida a mi nieto escondiéndolo en la finca de su padre.
Muchas veces me he preguntado a lo largo de estos años:
«¿Sería la llamada de la sangre?»”


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