domingo, 17 de junio de 2018


VERANO DE 1957      (Autor: Vespasiano)               (01/10/12)                                                                  

Desde las ventanas de las aulas de la escuela, situadas en la primera planta del edificio, ya veíamos crecidas las espigas de trigo de los campos cultivados, que circundaban los muros de la escuela. Las habíamos visto crecer durante el curso escolar y moverse, sin doblegarse, cuando el viento las empujaba simulando en su movimiento las olas del mar. Después de cuatro años de estudio, esta imagen nos anunciaba el término de la formación profesional, y había que afanarse por estudiar con ahínco, pues aprobar significaría que habíamos superado el último obstáculo y que seríamos futuros profesionales, respaldados por un diploma que así lo acreditaría.

Muchos sueños se concretarían en ese verano si al final aprobaba las asignaturas teóricas y prácticas de la formación y muchas expectativas se abrían también para mí de realizar y culminar otras actividades que había iniciado durante el curso escolar.

En junio, fiesta de fin de curso, alegría en cada uno de nosotros, y en mi particularmente por haber conseguido aprobar los exámenes, solventándolos con éxito, terminando la formación en el puesto número cuatro de mi promoción.

Inauguración del edificio multifuncional que albergaba el salón de actos y la capilla. Misa solemne; discurso de los directivos de la escuela y de las autoridades provinciales; entrega de diplomas y premios a los alumnos más destacados; abrazos y enhorabuenas; visita de los familiares y amigos a las instalaciones del centro y a la exposición de los mejores trabajos realizados durante el curso escolar por los alumnos.

Pero no acabaron aquí, para mí, las actividades del verano antes de coger las vacaciones.

En este mes participé junto con otros compañeros en el Concurso de Aprendices a nivel regional. A nuestra escuela, donde ese año se desarrolló el concurso, acudieron aprendices de otras Escuelas de Formación Profesional de Andalucía. Fui el ganador de esa prueba y ello me dio opción de participar meses después en el Concurso de Aprendices a nivel nacional que se realizó en Zaragoza, a finales de diciembre de aquel mismo año, donde quedé subcampeón de España.

En el capítulo de ocio, a primeros de julio participé en el Campeonato Nacional de Atletismo Juvenil que se celebró en Alicante, una vez que meses atrás había participado en varias pruebas atléticas, representando a la Escuela, con buenos resultados. Una de ellas había sido la vuelta pedestre a Málaga donde quedé en cuarto lugar y otra realizada en las pistas de atletismo de nuestra escuela, cuando gané con un buen tiempo la prueba de 1.000 metros lisos, ya que por aquel entonces no se disputaban en España las pruebas, hoy tan conocidas, de 800 y 1.500 metros lisos.

Para ir a competir en este acontecimiento deportivo, lo primero fue recoger la ropa deportiva que iríamos a vestir durante los días que duraron los juegos. El pantalón del chándal era tan grande que tenía que colocar la cintura del mismo, debajo de las axilas y remangarme por dentro las perneras del pantalón bombacho para que se ajustara a la altura del pié. Menos mal que la sudadera, que llevaba las letras de Málaga pegadas en el pecho, tapaba semejante vestimenta.

Para la competición, un pantalón de deporte de color azul y una camiseta blanca, ambos de muy mala calidad, pero la prenda estrella sin duda, eran las alpargatas  de tela de saco  y suela de goma con las que tendría que disputar en la pista de atletismo la prueba de 1.000 metros lisos.

Por aquellos tiempos la red ferroviaria no era como ahora; el viaje desde Málaga hasta Alicante tenía una parada obligatoria en Granada. Salimos de Málaga al medio día y al atardecer llegamos a la ciudad de la Alhambra, donde pernoctamos en una pensión de mala muerte. Al día siguiente cogimos el tren que nos llevaría a Alicante; gracias a una larga parada técnica en Alcázar de San Juan pudimos pasear por los alrededores  de la estación y comprar algún dulce típico de la región, mientras se abastecía de agua la cisterna del tren.

Este tren era tan lento e incómodo que ni Alicante ni Granada querían su paternidad, los de Granada le llamaban “el alicantino” y los de Alicante le conocían como “el granadino”.

Llegamos a Alicante al anochecer y más tarde a la cárcel “Modelo”, donde nos alojaron no porque fuéramos delincuentes. Haciendo un gran alboroto a hora bien intempestiva. Llegábamos cansados; sucios; pero animados y ruidosos, perturbando el descanso de los que ya estaban allí alojados.

La cárcel “Modelo”, había sido remodelada para que sirviera de albergue a los jóvenes, del Frente de Juventudes, que se desplazaban a esa capital para reuniones y eventos, como el deportivo que por esa fechas se iba a realizar.

La estancia en Alicante, fue muy bonita, por las mañanas íbamos a disfrutar de la playa, por las tardes paseos por la ciudad o ir al cine o asistir a alguna competición deportiva, mientras  llegaba el día que nos tocara competir a los chicos de la Delegación de Málaga. Por las noches solíamos acudir a la piscina donde se desarrollaban las pruebas de natación.

Como en nuestro grupo no había ningún responsable deportivo, nosotros no nos tomamos muy en serio la competición, así que sin ningún entrenamiento regular, ni puesta a punto yo pensaba que podría repetir la buena actuación que había tenido en Málaga. La realidad me despertó de mi tremendo error.

Yo estaba verdaderamente avergonzado de salir a la pista con aquellas alpargatas. Gracias a que habiendo hecho amistad con otros chicos de otras ciudades, y habiendo comentado con ellos este asunto, uno de aquellos muchachos que calzaba un número parecido al mío, solidariamente  me prestó su zapatillas de clavos para que corriera con ellas y así evitarme de pasar ese mal trago de mi indumentaria deportiva.

Pero ni con zapatillas de clavos, ni con “botas de siete leguas”, hubiera hecho mejor papel que quedar el último en la prueba; tanto desgaste de playa y trasnochar me pasaron la factura; apenas iniciada la carrera, no pude acompañar el fuerte ritmo de los que si se habían preparado.

La vuelta para Málaga, la hicimos otra vez en los trenes lentos y sucios de la época. De esta vez el regreso desde Alicante a Granada lo hicimos de noche, con suerte de que el tren no estuviera lleno y esto nos permitió dormir acostado en los asientos o en el hueco que había para dejar las maletas en la parte superior de cada compartimento.

Llegados a Granada por la mañana temprano, pudimos conectar con el tren que iba a Málaga, donde llegamos al atardecer.

Cuando devolví la ropa deportiva que me habían dejado para esta competición, tuve que dar detalles de mi pésima actuación, con el consiguiente bochorno por mi parte.

Pero no todo fueron malas noticias, días después fuimos llamados, a la secretaría de la escuela, los chicos que habíamos cursado la especialidad de Fresador. Una empresa madrileña de ámbito nacional perteneciente al INI, estaba interesada en contratar a varios alumnos de esta escuela y de esta promoción. Para este fin, un ingeniero de esa empresa se desplazó hasta Málaga para hacer la selección, mediante pruebas teóricas y prácticas. Superé con éxito las pruebas, siendo el único de los tres seleccionados, que fui escogido para trabajar en el taller de utillaje de dicha empresa, con lo que esto significaba, para mi crecimiento profesional y el aumento de mi experiencia laboral.

A partir de aquí, se acabaron mis vacaciones de verano, había que preparar el viaje, comprar la maleta, las ropas que había de llevar para encarar mi nueva vida lejos de la familia, etc.

A mediados del mes de julio, llegué a Madrid donde por una coincidencia, mí cuñado ya trabajaba en la capital y me ayudó muchísimo, en los primeros meses de mi estancia allí.

Fui a parar en una pensión cutre, que había sido reconvertida, ya que anteriormente fue una casa de prostitución muy famosa en Madrid, conocida como “el cuartel general” en la calle San Marcos.

En la empresa fui muy bien recibido y acogido por los compañeros trabajadores de la misma, ya que la plantilla de ese taller de utillaje, eran personas mayores y excelentes profesionales, que mucho me enseñaron durante los años que trabajé allí.

De los compañeros que hicimos las pruebas, como dije, solamente tres fuimos seleccionados para trabajar en la empresa, siendo que uno de ellos protagonizó una anécdota que a veces comentábamos. Este chico era muy introvertido y muy apegado a sus raíces, muchas veces comentaba la nostalgia de la tierra, así que cuando se le acabó el salchichón que traía de Málaga, se marchó de vuelta para allá. Nunca más tuve noticias de él.

Para aprovechar el poco tiempo que quedaba del verano, los fines de semana iba a la piscina del parque sindical, donde disfrutaba de sus instalaciones deportivas; o a la playa de Madrid en el rio Manzanares.

A principios de Septiembre me matriculé en la escuela de Maestros Industriales, con la intención de continuar ampliando mis conocimientos profesionales.

¿Pero como fue posible haber llegado hasta aquí? …

Tenía que caminar, durante cuatro años seguidos, un largo trecho desde mi casa hasta la Escuela. La misma está ubicada al final de una amplia alameda repleta de eucaliptos que margina el rio, casi siempre seco, que atraviesa la capital. Al fondo de este paseo se puede ver la fachada del campo de futbol del primer equipo de la ciudad, al lado del cual está emplazada la Escuela. Por aquel entonces no había ningún edificio construido en todo su recorrido. Por las mañanas los jóvenes que allí estudiábamos, inundábamos la alameda, llegados desde  las calles adyacentes que confluían en la misma, formando una marea azul proveniente del color de nuestras vestimentas, monos y camisas azules, que era el uniforme obligatorio de la escuela, durante las horas de permanencia en el centro.

La puntualidad era una cualidad indispensable, según los educadores, para formar el espíritu responsable, de los futuros profesionales que seríamos, al término de nuestros estudios.

Al inicio de la jornada, debíamos estar formados en el campo de deportes, en grupos que correspondían a las diferentes clases y cursos que se impartían en la Escuela, para pasar lista de asistencia.

Antes, habíamos pasado por los vestuarios, para ponernos los calzones y camisetas de deporte, que era nuestra vestimenta obligatoria, a pesar del frio del invierno, para realizar la tabla de gimnasia que deberíamos desarrollar en las fiestas de fin de curso, delante de las autoridades y de nuestros familiares y amigos.

Al toque del silbato del monitor de deportes, daba comienzo el acto protocolario del canto del “Cara al Sol”, himno que cantábamos al unísono, mientras se izaba la bandera de España.

Desde lo alto de las gradas, que circundaban la pista de atletismo y el campo de futbol, nuestro monitor vigilaba y corregía cualquier movimiento erróneo, o nos enseñaba otros ejercicios nuevos, para ampliar la tabla de gimnasia, para que resultara una exhibición vistosa, el día de la demostración.

Terminado esto, nos reuníamos en grupos, independientemente del que formábamos como clase y cada uno de nosotros practicaba el deporte que más nos gustaba; unos íbamos para jugar a baloncesto, o futbol y otros a balonmano, etc. Yo me aficioné a correr y alternaba esta disciplina con la práctica del balonmano, Días alternos salíamos a entrenar por los alrededores de la escuela, que por aquellos años eran fincas sembradas de trigo, atravesadas por caminos de tierra que separaban unas fincas de otras, uno de esos caminos nos conducía a la cumbre de un monte muy conocido en la ciudad, llamado “monte coronado” por la forma de su cima.

De vuelta a la escuela, una ducha con agua fría, nos preparaba el cuerpo para ahora sí, enfrentar el día de trabajo que teníamos por delante.

Reunidos nuevamente en el campo de deportes, nos encaminábamos seguidamente para los talleres o para las clases teóricas, de las asignaturas que componían el plan de estudio.

Durante el primer año de estudio, llamado de orientación, todos los alumnos teníamos que pasar por los talleres de ajuste; soldadura; forja; electricidad; y carpintería.

En el año mil novecientos cincuenta y cuatro, concretamente el día tres de febrero, nevó en la provincia de Málaga y también en la capital, hecho inusual y para lo cual no estábamos preparado, así que los colegios no funcionaron y los chiquillos y no tan chiquillos lo tomamos como un gran día de fiesta, pues ni nuestros abuelos habían visto nunca una cosa así.

En el taller de soldadura, en este primer año, nos limitábamos a soldar con estaño chapas de hojalata, para formar los más diversos poliedros, cuyos lados debíamos de trazar previamente y después cortarlos con unas tijeras, para después unirlos adecuadamente por medio del estañado. En este taller, aprendimos a fabricar el acetileno, en un aparato llamado campana o generador. Antes había que proceder a su limpieza diaria, retirando los residuos. A seguir debíamos rellenar sus dos depósitos o cangilones con carburo de calcio; este aparato no era muy seguro y a veces se generaba una situación de alarma y peligro de explosión.

En el segundo año de práctica (denominado fundamental), en este taller, soldábamos probetas de chapa fina de acero, empleando sopletes oxiacetilénicos en los cuales se producía la mezcla del oxígeno que era suministrado en grandes botellas de acero y a las cuales se les acoplaba un manómetro de presión. El gas acetileno venía directamente de la campana generadora. Tampoco era muy seguro este sistema pues carecía de válvulas anti-retorno de la llama. La soldadura de unión entre las chapas se producía, añadiendo el acero de una varilla que fundíamos al calor de la llama y que extendíamos haciendo un cordón en toda la longitud de la probeta.

La soldadura eléctrica solo era empleada por los alumnos que habían escogido esa especialidad. Quiero resaltar aquí la buenísima preparación que estos alumnos recibían, pues casi todos los años obtenían premios en los concursos de aprendices que se celebraban a nivel nacional o internacional. Pasados los años he vuelto a tener contacto con algunos de ellos que trabajaban en importantes empresas metalúrgicas que construían grandes depósitos de acero para las centrales nucleares, donde la soldadura de unión empleada es de alta seguridad y controlada por aparatos de Rayos X, para detectar posibles pequeñas fisuras que pondrían poner en peligro la seguridad de la instalación.

En el taller de forja, nuestro primer contacto consistía en dar forma a barras de plomo, las cuales golpeábamos con un martillo, para obtener las más variadas figuras geométricas. Al año siguiente utilizábamos la fragua y forjábamos, una vez calentadas, barras de acero dándoles formas a estas, para obtener variedad de herramientas como cinceles o buriles, además de conseguir filigranas y dibujos artísticos en pletinas de acero que curvábamos o torcíamos según cada caso.  

Las clases de electricidad, nos enseñaban a manejar materiales y herramientas utilizadas en los montajes e instalaciones eléctricas. Durante el segundo año, realizábamos en tableros apropiados, pequeños trabajos de circuitos eléctricos, como la instalación de bombillas, interruptores, alarmas, timbres, etc.

La carpintería, nos permitía realizar acoplamientos de pequeñas piezas de madera, como por ejemplo el muy conocido como “cola de milano”, además de aprender a manejar las muy diversas herramientas utilizadas por los carpinteros y ebanistas, como el cepillo, el escoplo, el berbiquí, la gubia, el serrucho o el formón, herramienta peligrosa de utilizar junto con el serrucho y que a muchos de nosotros, nos costó algún que otro accidente, en forma de cortes en los dedos o en las manos.     

El jefe del taller de Ajuste, portador de un grueso bigote, era un tipo carrancudo y severo, que parecía estar a disgusto con él mismo. Además ejercía como jefe de disciplina, durante las horas de estudio obligatorio, para los alumnos que hubieran sacado malas notas. La presencia de este señor vigilando el salón comedor, donde nos reuníamos los que estábamos castigados por este motivo, imponía un respeto exagerado, a cada uno de nosotros.

Me llamaba la atención y por ello aquí lo comento, la vigilancia exhaustiva que uno de nuestros maestros de taller, concretamente el del taller de Ajuste, donde el primer año de prácticas pasábamos horas sin parar de limar, con una lima sin dientes, encima de un trozo de acero, que inicialmente era un perfil en U. El objetivo era hacer desaparecer las dos patas de la U hasta dejar solo la base, un cuadrado que debería tener sus lados perfectamente a escuadra y la superficie del cuadrado totalmente plana. Este señor se paseaba por entre las bancadas de trabajo con una regla en la mano, con la que golpeaba la madera del banco, repitiendo de vez en cuando una cantinela con voz monótona, que decía “cada mochuelooooo a su olivooooo”.

Ya en el curso siguiente, en este taller, no teníamos que sufrir con la lima sin dientes, pero para nuestro mal, ahora nos dejábamos los nudillos de la mano izquierda que sujetaba el cincel o el buril, cuando lo golpeábamos y fallábamos el golpe que con el martillo deberíamos haber asestado en la cabeza de la herramienta, para abrir por ejemplo un canal en una pieza de acero, maniobra que habíamos de realizar para ejecutar, uno de los muchos ejercicios prácticos del curso de aprendizaje.

 

Yo, que cursé la especialidad de Fresador, al tercer año de estudios dejé de pasar por el taller de Ajuste, ya que ésta era una materia complementaria a la formación principal, centrándonos ahora fundamentalmente, en el manejo de máquinas herramientas como las fresadoras; rectificadoras; limadoras; cepillos puentes; taladradoras; escoplos, etc., para ampliación de conocimientos de las máquinas que se emplean en el trabajo que diariamente se ejecuta en un taller metalúrgico. 

A media mañana, si estábamos en clases teóricas teníamos un descanso que aprovechábamos como recreo o para compartir solidariamente un trozo de bocadillo con los compañeros, que no lo llevaran, o llevásemos.

Una de las clases teóricas que más me gustaba, eran las de dibujo, para las cuales tenía una especial aptitud, por la facilidad de interpretación espacial. El dibujo lineal de láminas, con resolución de problemas geométricos, el levantamiento de croquis a mano alzada y el dibujo de perspectivas de piezas mecánicas, eran otras actividades que bien llevaba y que mucho me han servido para mi trabajo y para ampliación de estudios posteriores.

Finalizadas las clases de la mañana, llegaba la hora de la comida, que se daba en el amplio y luminoso comedor, repleto de mesas de cuatro plazas, donde cada uno de nosotros teníamos el sitio asignado desde el inicio del curso escolar.

Un pequeño receso después de la comida, daba paso nuevamente a las clases de la tarde, ya fueran teóricas o prácticas.

Nuestros profesores e instructores eran bastante rigurosos en lo relativo a la disciplina  y el orden, siendo muy exigentes además en relación a las notas obtenidas, si habían sido malas en el mes anterior, éramos castigados  con horas extras de estudio, que se llevaban a cabo después del horario normal, en el comedor de la escuela, donde permanecíamos sentados cada uno, en una mesa diferente para evitar cuchicheos y vigilados por el jefe de disciplina, que permanecía andando por los pasillos entre las mesas, dando asistencia a quien lo necesitara, para sacar adelante la asignatura que mal llevara.

La repetición de un curso por dos veces consecutivas, era motivo para la expulsión de la escuela, así como la acumulación de faltas leves o graves, hasta tres, que podían ser por retrasos y falta de asistencia o por motivos disciplinarios.

Por aquellos años, los sábados también eran días laborables, y al término de las clases, ese día, reunidos en la nave central de los talleres, amplia y diáfana por no haber ninguna máquina instalada en ella, y cuando aún no se había construido el auditorio multifuncional, que albergaba también la capilla, rezábamos el rosario en dicha nave, todos los alumnos apiñados y de pie.  Llegado el momento de la letanía, muchos de nosotros decíamos “un automóvil” en lugar de “ORA PRO NOBIS”, a veces el soniquete de la cantinela “del automóvil” era tan perceptible, que más de una vez el capellán, viniendo desde atrás nos sorprendía y nos castigaba con algún trabajo extra, o nos ponía una falta de disciplina.

En dicha nave central y oficiada por el capellán de la escuela, asistíamos también obligatoriamente, durante todo el curso escolar, a la misa dominical.

Uno de esos domingos, lluvioso por añadidura; debido a una avería en el suministro eléctrico, un buen compañero de clase que cursaba la especialidad de Electricidad, fue designado para reparar dicha avería antes de dar inicio al culto religioso. Con tan mala fortuna, que por motivos que desconozco, murió electrocutado. Este compañero y yo, en las clases teóricas comunes a cada especialidad, siempre ocupamos mesas contiguas durante casi cuatro años y manteníamos una estrecha relación de amistad y compañerismo, incluso antes de entrar en la escuela. También se llamaba Luis. Su muerte me conmocionó profundamente, pues éramos muy buenos amigos.

Esta nave central de los talleres, también cumplía la función de recogernos en ella los días de lluvia, cuando no podíamos realizar la tabla de gimnasia en el campo de deportes.

Con relación a esta coyuntura de la lluvia, fui protagonista de una situación desafortunada, la cual aún recuerdo con tristeza, ese día llovía con fuerza y al entrar en la alameda que lleva a la escuela, no había el gentío habitual de los alumnos que diariamente caminábamos hacia la escuela, con lo cual pensé que era todavía muy temprano. Entrado en el recinto de la escuela, y ya dentro del edificio principal, al llegar a la altura de los vestuarios, que se encontraban justo enfrente a la puerta de entrada del edificio, me di cuenta de mi error, al escuchar el fuerte murmullo de los alumnos que ya se encontraban agrupados en la nave central resguardados de la lluvia. Estando atravesando el amplio corredor, antes de poder traspasar la puerta del vestuario, el monitor de deportes me vio a lo lejos y me pitó con su famoso silbato, para que me diera cuenta que me había visto llegar tarde, yo un poco asustado al saber que me iban a poner una falta de puntualidad por ese motivo, arranqué a correr hacía fuera del edificio, con la idea de rodearlo y entrar, por la puerta del taller de Automovilismo, que estaba al fondo, en la fachada lateral del edificio y que siempre estaba abierta de par en par, pero el monitor vino corriendo detrás de mí, pitando incesantemente para que me parara y me identificase, pero yo hacía caso omiso y cuanto más el pitaba, yo más corría. En el trayecto acabé arrastrando a otro compañero que también llegaba tarde y que se unió a mi carrera, para así librarse de la falta de puntualidad.

Pero cual no fue nuestra sorpresa, cuando nos dimos de bruce con las puertas del taller de Automovilismo, que ese día si estaban cerradas a cal y canto, para nuestra mala suerte.

El monitor nos alcanzó y al vernos parados e impotentes, pues no había otra salida por allí, descargó toda su rabia en nosotros, por haberle hecho correr y no obedecerle, y tal como venía nos propinó una tremenda bofetada a cada uno de nosotros, que aún recuerdo, reviviendo la prepotencia de los jefes y encargados de mantener el orden y la disciplina. Con ponernos la falta de puntualidad o desobediencia, hubiera sido suficiente, sin llegar a la agresión física.

Un día primero de mayo del año mil novecientos cincuenta y seis, (en aquellos años ese día no se celebraba en España dado el carácter reivindicativo y proletario de esa festividad) los alumnos de la escuela, recibimos la anunciada visita del Generalísimo, cuyo nombre lo llevaba la escuela, escrito con grandes letras en la fachada principal: “Institución Sindical de Formación Profesional Francisco Franco”.

El paseo, que el General hizo por los talleres de la escuela, fue visto y no visto, sin interesarse por lo que hacíamos, ni dirigirse a ninguno de nosotros, que previamente habíamos recibido instrucciones de los responsables de la escuela, para no levantar la vista ni dejar de prestar atención a nuestro trabajo, así que no recuerdo ni la vestimenta que llevaba para esta ocasión, ni si iba con ropa civil o militar.

Después de esa visita a los talleres, el general pronunció en el campo de deportes de la Escuela, un discurso al cual asistieron miles de falangistas. En ese viaje del Caudillo a la ciudad de Málaga inauguró el Hospital Carlos Haya y la nueva Casa de la Cultura ya que la anterior que había prácticamente en el mismo lugar, había sido demolida para acceder a las excavaciones del Teatro Romano recién descubierto.

Al término de la jornada diaria, debido a la ayuda que España recibía de los EE.UU. nos daban al que quería recibirlo, un trozo de queso y un vaso de leche en polvo, para combatir la escasez de comida que había por aquellos años. Ambos, queso y leche, tenían un sabor extraño para nuestro paladar.

Al atardecer nuevamente se llenaba de vestimentas azules de los muchachos que volvíamos para casa, la alameda o paseo llamado de Martirícos, por haber sido lugar de ejecución de Santa Paula y San Ciriaco patronos de la ciudad de Málaga.

Llegados a casa, si no estabas castigado con horas extras de estudio en la escuela, era necesario repasar las asignaturas del día siguiente, mientras mi madre preparaba la cena para todos los hermanos.

La escucha de la radio en familia diariamente después de la cena, era práctica habitual y motivo de reunión familiar y de unión entre todos los miembros de la casa.

Más tarde nos íbamos para la cama a descansar, para poder enfrentar el próximo día de trabajo de cada uno de nosotros.

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