Paraty, el encanto colonial
Es una de las pocas
ciudades brasileñas que aún conserva intacto el patrimonio colonial que dejaron
allí los portugueses durante el tiempo de reinado del Emperador Don Pedro I.
Esta ciudad fue fundada y
poblada entre 1553 y 1560, bajo el nombre de Vila da Nossa Señora dos Remedios,
como ciudad vinculada al comercio del oro y del café.
Las calles empedradas,
que no adoquinadas, del casco antiguo están dispuestas en damero (cuadrícula
regular), donde está prohibido el paso de cualquier tipo de vehículo motorizado.
Estas calles están situadas a un nivel inferior del que alcanzan las mareas en
la pleamar, de manera que cuando el agua del mar alcanzaba su mayor nivel, esta
inundaba las calles limpiándolas de residuos que eran arrastrados hacia el mar
cuando la marea bajaba.
Actualmente las entradas
del agua del mar están cerradas de manera que impide que estas inunden las
calles como antiguamente. La limpieza se hace como en cualquier ciudad del
mundo con los medios adecuados.
A pesar de haber vivido
en ese país durante diecisiete años, conocí esa ciudad en un viaje de
vacaciones que hice, años después, con mi familia desde España allá por el año 2007.
Veníamos haciendo una
ruta por el Estado de Minas Gerais; habíamos visitado las ciudades de San
Lorenzo y Caxambú, balnearios de aguas termales y curativas que por esas
latitudes proliferan, cuando decidimos, por acortar camino, atravesar el parque
natural de la Sierra da Bocaina bajando hasta el litoral carioca del Estado de
Rio de Janeiro.
Lo que no sabíamos es que
aquella carretera estaba prácticamente intransitable y mucho más después de
algunos días de lluvias torrenciales como los que habían sucedidos algunos días
antes de nuestro paso por allí.
El deterioro de la calzada
nos cogió de sorpresa ya que algún malintencionado o desconocedor de su mal
estado, nos asegurara que el camino era el idóneo para hacer la travesía más
corta hasta la playa.
Un cartel situado a la
entrada del desvío que nos sacaría de la estrada nacional avisando de la
precariedad del pavimento, no fue suficiente para que nos diera tiempo a
reaccionar y volver.
En un santiamén nos vimos
descendiendo por una brusca pendiente, donde resaltaban las grandes piedras que
brillaban por el agua y el barro que las cubría y donde el asfalto brillaba por
su ausencia. La carretera estrecha nos impedía maniobrar el vehículo para
retornar y el fuerte repecho que tendríamos que arremeter nos parecía imposible
de salvar sin que el vehículo derrapara con el consiguiente peligro de
despeñarnos ya que el camino carecía por completo de quita miedo o de alguna
protección.
Así que nos encomendamos
a Dios y a nuestra buena suerte y decidimos continuar el camino. La bajada por
aquella sierra resultó super emocionante y no exenta, en algunos momentos, de
temor cuando entonces decidí bajarme del coche y caminar delante del mismo
orientando a mi hijo, que lo conducía, indicándole el sitio más conveniente
para pasar sorteando las gruesas piedras que golpeaban en los bajos del
vehículo con el riesgo inminente de que se produjera la rotura del cárter, decidiendo
en el momento si era preferible “escalar” alguna de aquellas piedras o
arriesgar metiéndonos en algún boquete.
Tampoco fue fácil salvar
los cráteres que la lluvia había provocado en el camino; en muchas ocasiones
alguna de las ruedas resbalaba de encima de las piedras y caía bruscamente en un
hoyo.
En una de estas sacudidas
sucedió aquello que no deseábamos, un pinchazo inoportuno nos obligó a detener
la marcha y realizar el cambio de neumático en las peores condiciones posibles.
La irregularidad del
camino hacía difícil encontrar un sitio llano donde colocar el gato para
levantar el coche.
Estando realizando esa
maniobra de cambio del neumático, un vehículo todo terreno perteneciente al
Parque Natural subía la sierra en trabajos de inspección del estado de la
carretera. Los ocupantes nos informaron que algunos kilómetros más adelante la
carretera mejoraba considerablemente. Noticia que nos animó a seguir adelante
con la aventura.
Llegamos a Paraty con el
vehículo lleno de barro hasta el techo y con los cristales sucios hasta el
punto de tener la visión de la carretera muy disminuida. La hora era intempestiva
y los restaurantes ya habían cerrado sus cocinas, así que tuvimos que
conformarnos con comer una hamburguesa en uno de esos locales tan conocidos que
las venden y que proliferan por todas las ciudades del mundo.
Una vez que hubimos
aplacado el hambre buscamos una posada donde pernoctar los días que teníamos
previsto quedarnos en aquella ciudad. Encontramos
una próxima al núcleo urbano histórico, donde en esa calle era posible circular
con el coche y donde pudimos aparcar el vehículo para bajar nuestros equipajes.
La posada tenía un nombre
poco original: “El coco verde” pero estaba bien equipada de servicios.
Las habitaciones eran
amplias, las camas limpias y confortables y el baño bien provisto de todos los
servicios adecuados, y el desayuno que servían era de calidad y abundante.
Aquel día madrugamos con
la intención de hacer un paseo en barco por la bahía de Paraty repleta de
pequeñas islas. Concretamente son más de cincuenta.
Durante la travesía
pudimos ver, saltando del agua, cantidad de peces voladores y delfines que
nadaban junto al barco acompañándolo en su singladura.
También durante el
trayecto, sentados cómodamente en la cubierta del buque y protegidos del sol
por un extenso toldo, pudimos saborear algunas caipiriñas y aperitivos que nos
sirvieron.
Por el camino pasamos muy
cerca de algunos islotes en los que había construidas lujosas mansiones. Nos
informaron que dichas construcciones eran de propiedad particular y que sus
dueños tenían alquilado al estamento competente, por un tiempo limitado, dicho
islote.
Al cabo de una hora de navegación
avistamos la isla que iríamos a visitar. El buque se aproximó lentamente y fondeó
echando el ancla cerca de la playa.
El barco, tipo velero
(allí le llaman escuna), permaneció anclado
durante un largo tiempo mientras nosotros pudimos saltar al mar para bucear y
hacernos fotos submarinas rodeados de los peces que previamente habían sido
atraídos por el pan desmenuzado que los tripulantes arrojaban desde el barco.
Después de este
fantástico chapuzón, los que quisimos acercarnos a la playa, lo hicimos montados
en una lancha zodiak que el barco llevaba acoplada y que estaba disponible para
uso de los excursionistas.
La operación de saltar
desde el barco a la lancha, resultó un poco complicada ya que era difícil de
realizar debido al movimiento de ambas embarcaciones y la posibilidad de
caernos al agua en él intento. El principal temor no era caernos al agua, cosa
que ya habíamos hecho antes, sino caer con las cámaras de video o fotográficas
que llevábamos a cuestas con la intención de tener un recuerdo de aquel
fantástico lugar.
El paseo por aquella
playa desierta fue una auténtica delicia. Cangrejos de color rubio se
camuflaban con el color de la arena que crujía a nuestro paso. Estos crustáceos
haciendo hoyos en la arena se escondían rápidamente de nuestra presencia.
De vuelta al velero, nos
sirvieron una comida excelente a base de pescado bien condimentado acompañado
de fresca cerveza; después unos postres excelentes dieron colofón a una comida diferente
en un medio natural tan exuberante donde la frondosa vegetación de varias
tonalidades verdes, tan próxima a la playa, nos causaba una sensación de paz
indescriptible.
Po la tarde realizamos una
incursión en otra de las islas situada dentro del recorrido turístico, pero ya
sin tanta emoción como la que sentimos en la primera parada.
De regreso a Paraty,
pudimos disfrutar de una bonita puesta de sol ya próximo a los embarcaderos de
la ciudad.
De vuelta a la posada, un
baño reparador nos devolvió la fuerza necesaria para enfrentar una apacible
velada con cena amenizada con música autóctona en el restaurante “Casa do
fogo”. Después unas copas en “Margarida Café” completaron aquella bonita noche
tropical a la vera del mar.
Los días siguientes los
dedicamos a recorrer y visitar lo que allí hay de interés cultural: la Iglesia
de Santa Rita de 1722 o la de la Señora de los Remedios, reconstruida en 1873.
El Museo de Arte Sacro o las ruinas del fuerte Defensor Perpetuo.
Visitamos también como
curiosidad típica varias destilerías de aguardiente, y sus alambiques. Actividad
esta que viene desarrollándose desde el año 1600, debido al cultivo de la caña
de azúcar que junto con el café eran los recursos agrícolas.
Recorriendo sus calles y
fotografiando sus coloridas casas típicas donde pueden apreciarse en sus
fachadas símbolos masónicos, transcurrió la tarde del último día que allí
estuvimos. Y como no, aprovechamos para comprar algunas botellas de “cachaça”
de alambique, tan buena al paladar como el mejor Wyski escocés.
El regreso hasta la
ciudad de Sao Paulo, lo hicimos por la carretera antigua que bordea todo el
litoral en vez de coger la autovía denominada “Via Dutra” que une las ciudades
de Rio de Janeiro y Sao Paulo, por donde discurre el tráfico rodado de miles de
camiones que unos tras otros al anochecer invaden los carriles de dicha autovía
resultando casi imposible maniobrar para acceder al carril derecho, obligándote
a circular constantemente por el carril izquierdo a la máxima velocidad posible
ya que el vehículo que te precede te pisa literalmente los talones.
La conducción en dichas
condiciones se hace agobiante y conlleva a un punto de atención y concentración
que es difícil de mantener durante al menos cinco horas que el tiempo que se
tarda en alcanzar las dos ciudades más importante de Brasil.
Debido a esos
inconvenientes optamos por circular por la carretera antigua donde la
panorámica de la costa es maravillosa.
En contrapartida dicha
carretera cruza muchos pueblos y localidades turísticas, lo que condiciona el
límite de velocidad al circular por sus calles, añadido al inconveniente de los
resaltos colocados en la carretera a la entrada de cada pueblo, que obligan a
reducir la marcha hasta los treinta kilómetros por hora, so pena de dejar en la
carretera los amortiguadores del coche hecho polvo.
De esta manera pudimos
volver a ver poblaciones ya conocidas por nosotros como Guarujá; Sao Sebastián
o Ubatuba, ciudades estas ya ubicadas en el litoral del Estado de Sao Paulo.
En ese trayecto de
trecientos treinta kilómetros, no podíamos dejar de visitar a nuestra sobrina
Katia que vive en la ciudad costera de Bertioga.
Volver a transitar por
aquellas calles sin asfaltar, rodando por encima de arena de playa nos hizo
retroceder a nuestra estancia por aquellos lares treinta años atrás cuando
íbamos a acampar a la playa de Periqué.
El recorrido nos llevó
hasta la ciudad portuaria de Santos en el litoral paulista después de una
travesía, con el coche incluido, a bordo de un ferry, donde disfrutamos junto
con nuestros primos de la extraordinaria “Playa Grande” y de sus restaurantes y
chiringuitos diseminados a lo largo de sus quince kilómetros de aguas
increíblemente transparentes, y que tantos y bonitos recuerdos nos traía de los
años vividos en aquel país.
Y así culminaron aquellos
días de vacaciones, por tierras del Estado de Minas Gerais; de Rio de Janeiro y
de Sao Paulo, antes de seguir el viaje con destino a las cataratas de Iguaçú.
Pero esa es otra historia que contaré otro día.
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