VERANO DE 1957 (Autor: Vespasiano) (01/10/12)
Desde las ventanas de las
aulas de la escuela, situadas en la primera planta del edificio, ya veíamos
crecidas las espigas de trigo de los campos cultivados, que circundaban los
muros de la escuela. Las habíamos visto crecer durante el curso escolar y
moverse, sin doblegarse, cuando el viento las empujaba simulando en su
movimiento las olas del mar. Después de cuatro años de estudio, esta imagen nos
anunciaba el término de la formación profesional, y había que afanarse por
estudiar con ahínco, pues aprobar significaría que habíamos superado el último obstáculo
y que seríamos futuros profesionales, respaldados por un diploma que así lo
acreditaría.
Muchos sueños se
concretarían en ese verano si al final aprobaba las asignaturas teóricas y
prácticas de la formación y muchas expectativas se abrían también para mí de
realizar y culminar otras actividades que había iniciado durante el curso
escolar.
En junio, fiesta de fin
de curso, alegría en cada uno de nosotros, y en mi particularmente por haber
conseguido aprobar los exámenes, solventándolos con éxito, terminando la
formación en el puesto número cuatro de mi promoción.
Inauguración del edificio
multifuncional que albergaba el salón de actos y la capilla. Misa solemne; discurso
de los directivos de la escuela y de las autoridades provinciales; entrega de
diplomas y premios a los alumnos más destacados; abrazos y enhorabuenas; visita
de los familiares y amigos a las instalaciones del centro y a la exposición de
los mejores trabajos realizados durante el curso escolar por los alumnos.
Pero no acabaron aquí, para
mí, las actividades del verano antes de coger las vacaciones.
En este mes participé
junto con otros compañeros en el Concurso de Aprendices a nivel regional. A
nuestra escuela, donde ese año se desarrolló el concurso, acudieron aprendices
de otras Escuelas de Formación Profesional de Andalucía. Fui el ganador de esa
prueba y ello me dio opción de participar meses después en el Concurso de Aprendices
a nivel nacional que se realizó en Zaragoza, a finales de diciembre de aquel
mismo año, donde quedé subcampeón de España.
En el capítulo de ocio, a
primeros de julio participé en el Campeonato Nacional de Atletismo Juvenil que
se celebró en Alicante, una vez que meses atrás había participado en varias
pruebas atléticas, representando a la Escuela, con buenos resultados. Una de
ellas había sido la vuelta pedestre a Málaga donde quedé en cuarto lugar y otra
realizada en las pistas de atletismo de nuestra escuela, cuando gané con un
buen tiempo la prueba de 1.000 metros lisos, ya que por aquel entonces no se
disputaban en España las pruebas, hoy tan conocidas, de 800 y 1.500 metros
lisos.
Para ir a competir en este
acontecimiento deportivo, lo primero fue recoger la ropa deportiva que iríamos
a vestir durante los días que duraron los juegos. El pantalón del chándal era
tan grande que tenía que colocar la cintura del mismo, debajo de las axilas y
remangarme por dentro las perneras del pantalón bombacho para que se ajustara a
la altura del pié. Menos mal que la sudadera, que llevaba las letras de Málaga
pegadas en el pecho, tapaba semejante vestimenta.
Para la competición, un
pantalón de deporte de color azul y una camiseta blanca, ambos de muy mala
calidad, pero la prenda estrella sin duda, eran las alpargatas de tela de saco y suela de goma con las que tendría que
disputar en la pista de atletismo la prueba de 1.000 metros lisos.
Por aquellos tiempos la
red ferroviaria no era como ahora; el viaje desde Málaga hasta Alicante tenía
una parada obligatoria en Granada. Salimos de Málaga al medio día y al
atardecer llegamos a la ciudad de la Alhambra, donde pernoctamos en una pensión
de mala muerte. Al día siguiente cogimos el tren que nos llevaría a Alicante; gracias
a una larga parada técnica en Alcázar de San Juan pudimos pasear por los
alrededores de la estación y comprar
algún dulce típico de la región, mientras se abastecía de agua la cisterna del
tren.
Este tren era tan lento e
incómodo que ni Alicante ni Granada querían su paternidad, los de Granada le
llamaban “el alicantino” y los de Alicante le conocían como “el granadino”.
Llegamos a Alicante al
anochecer y más tarde a la cárcel “Modelo”, donde nos alojaron no porque
fuéramos delincuentes. Haciendo un gran alboroto a hora bien intempestiva. Llegábamos
cansados; sucios; pero animados y ruidosos, perturbando el descanso de los que
ya estaban allí alojados.
La cárcel “Modelo”, había
sido remodelada para que sirviera de albergue a los jóvenes, del Frente de
Juventudes, que se desplazaban a esa capital para reuniones y eventos, como el deportivo
que por esa fechas se iba a realizar.
La estancia en Alicante,
fue muy bonita, por las mañanas íbamos a disfrutar de la playa, por las tardes
paseos por la ciudad o ir al cine o asistir a alguna competición deportiva, mientras
llegaba el día que nos tocara competir a
los chicos de la Delegación de Málaga. Por las noches solíamos acudir a la
piscina donde se desarrollaban las pruebas de natación.
Como en nuestro grupo no
había ningún responsable deportivo, nosotros no nos tomamos muy en serio la
competición, así que sin ningún entrenamiento regular, ni puesta a punto yo pensaba
que podría repetir la buena actuación que había tenido en Málaga. La realidad
me despertó de mi tremendo error.
Yo estaba verdaderamente
avergonzado de salir a la pista con aquellas alpargatas. Gracias a que habiendo
hecho amistad con otros chicos de otras ciudades, y habiendo comentado con
ellos este asunto, uno de aquellos muchachos que calzaba un número parecido al
mío, solidariamente me prestó su
zapatillas de clavos para que corriera con ellas y así evitarme de pasar ese mal
trago de mi indumentaria deportiva.
Pero ni con zapatillas de
clavos, ni con “botas de siete leguas”, hubiera hecho mejor papel que quedar el
último en la prueba; tanto desgaste de playa y trasnochar me pasaron la factura;
apenas iniciada la carrera, no pude acompañar el fuerte ritmo de los que si se
habían preparado.
La vuelta para Málaga, la
hicimos otra vez en los trenes lentos y sucios de la época. De esta vez el regreso
desde Alicante a Granada lo hicimos de noche, con suerte de que el tren no
estuviera lleno y esto nos permitió dormir acostado en los asientos o en el
hueco que había para dejar las maletas en la parte superior de cada compartimento.
Llegados a Granada por la
mañana temprano, pudimos conectar con el tren que iba a Málaga, donde llegamos
al atardecer.
Cuando devolví la ropa
deportiva que me habían dejado para esta competición, tuve que dar detalles de
mi pésima actuación, con el consiguiente bochorno por mi parte.
Pero no todo fueron malas
noticias, días después fuimos llamados, a la secretaría de la escuela, los
chicos que habíamos cursado la especialidad de Fresador. Una empresa madrileña
de ámbito nacional perteneciente al INI, estaba interesada en contratar a
varios alumnos de esta escuela y de esta promoción. Para este fin, un ingeniero
de esa empresa se desplazó hasta Málaga para hacer la selección, mediante
pruebas teóricas y prácticas. Superé con éxito las pruebas, siendo el único de
los tres seleccionados, que fui escogido para trabajar en el taller de utillaje
de dicha empresa, con lo que esto significaba, para mi crecimiento profesional
y el aumento de mi experiencia laboral.
A partir de aquí, se
acabaron mis vacaciones de verano, había que preparar el viaje, comprar la
maleta, las ropas que había de llevar para encarar mi nueva vida lejos de la
familia, etc.
A mediados del mes de julio,
llegué a Madrid donde por una coincidencia, mí cuñado ya trabajaba en la
capital y me ayudó muchísimo, en los primeros meses de mi estancia allí.
Fui a parar en una
pensión cutre, que había sido reconvertida, ya que anteriormente fue una casa
de prostitución muy famosa en Madrid, conocida como “el cuartel general” en la
calle San Marcos.
En la empresa fui muy
bien recibido y acogido por los compañeros trabajadores de la misma, ya que la
plantilla de ese taller de utillaje, eran personas mayores y excelentes
profesionales, que mucho me enseñaron durante los años que trabajé allí.
De los compañeros que
hicimos las pruebas, como dije, solamente tres fuimos seleccionados para
trabajar en la empresa, siendo que uno de ellos protagonizó una anécdota que a
veces comentábamos. Este chico era muy introvertido y muy apegado a sus raíces,
muchas veces comentaba la nostalgia de la tierra, así que cuando se le acabó el
salchichón que traía de Málaga, se marchó de vuelta para allá. Nunca más tuve
noticias de él.
Para aprovechar el poco
tiempo que quedaba del verano, los fines de semana iba a la piscina del parque
sindical, donde disfrutaba de sus instalaciones deportivas; o a la playa de
Madrid en el rio Manzanares.
A principios de
Septiembre me matriculé en la escuela de Maestros Industriales, con la
intención de continuar ampliando mis conocimientos profesionales.
¿Pero como fue posible haber
llegado hasta aquí? …
Tenía que caminar,
durante cuatro años seguidos, un largo trecho desde mi casa hasta la Escuela.
La misma está ubicada al final de una amplia alameda repleta de eucaliptos que
margina el rio, casi siempre seco, que atraviesa la capital. Al fondo de este paseo
se puede ver la fachada del campo de futbol del primer equipo de la ciudad, al
lado del cual está emplazada la Escuela. Por aquel entonces no había ningún
edificio construido en todo su recorrido. Por las mañanas los jóvenes que allí
estudiábamos, inundábamos la alameda, llegados desde las calles adyacentes que confluían en la
misma, formando una marea azul proveniente del color de nuestras vestimentas,
monos y camisas azules, que era el uniforme obligatorio de la escuela, durante
las horas de permanencia en el centro.
La puntualidad era una
cualidad indispensable, según los educadores, para formar el espíritu
responsable, de los futuros profesionales que seríamos, al término de nuestros
estudios.
Al inicio de la jornada,
debíamos estar formados en el campo de deportes, en grupos que correspondían a
las diferentes clases y cursos que se impartían en la Escuela, para pasar lista
de asistencia.
Antes, habíamos pasado
por los vestuarios, para ponernos los calzones y camisetas de deporte, que era
nuestra vestimenta obligatoria, a pesar del frio del invierno, para realizar la
tabla de gimnasia que deberíamos desarrollar en las fiestas de fin de curso,
delante de las autoridades y de nuestros familiares y amigos.
Al toque del silbato del
monitor de deportes, daba comienzo el acto protocolario del canto del “Cara al
Sol”, himno que cantábamos al unísono, mientras se izaba la bandera de España.
Desde lo alto de las
gradas, que circundaban la pista de atletismo y el campo de futbol, nuestro
monitor vigilaba y corregía cualquier movimiento erróneo, o nos enseñaba otros
ejercicios nuevos, para ampliar la tabla de gimnasia, para que resultara una
exhibición vistosa, el día de la demostración.
Terminado esto, nos
reuníamos en grupos, independientemente del que formábamos como clase y cada
uno de nosotros practicaba el deporte que más nos gustaba; unos íbamos para jugar
a baloncesto, o futbol y otros a balonmano, etc. Yo me aficioné a correr y
alternaba esta disciplina con la práctica del balonmano, Días alternos salíamos
a entrenar por los alrededores de la escuela, que por aquellos años eran fincas
sembradas de trigo, atravesadas por caminos de tierra que separaban unas fincas
de otras, uno de esos caminos nos conducía a la cumbre de un monte muy conocido
en la ciudad, llamado “monte coronado” por la forma de su cima.
De vuelta a la escuela,
una ducha con agua fría, nos preparaba el cuerpo para ahora sí, enfrentar el
día de trabajo que teníamos por delante.
Reunidos nuevamente en el
campo de deportes, nos encaminábamos seguidamente para los talleres o para las
clases teóricas, de las asignaturas que componían el plan de estudio.
Durante el primer año de
estudio, llamado de orientación, todos los alumnos teníamos que pasar por los
talleres de ajuste; soldadura; forja; electricidad; y carpintería.
En el año mil novecientos
cincuenta y cuatro, concretamente el día tres de febrero, nevó en la provincia
de Málaga y también en la capital, hecho inusual y para lo cual no estábamos
preparado, así que los colegios no funcionaron y los chiquillos y no tan
chiquillos lo tomamos como un gran día de fiesta, pues ni nuestros
abuelos habían visto
nunca una cosa así.
En el taller de
soldadura, en este primer año, nos limitábamos a soldar con estaño chapas de
hojalata, para formar los más diversos poliedros, cuyos lados debíamos de
trazar previamente y después cortarlos con unas tijeras, para después unirlos
adecuadamente por medio del estañado. En este taller, aprendimos a fabricar el
acetileno, en un aparato llamado campana o generador. Antes había que proceder
a su limpieza diaria, retirando los residuos. A seguir debíamos rellenar sus
dos depósitos o cangilones con carburo de calcio; este aparato no era muy
seguro y a veces se generaba una situación de alarma y peligro de explosión.
En el segundo año de
práctica (denominado fundamental), en este taller, soldábamos probetas de chapa
fina de acero, empleando sopletes oxiacetilénicos en los cuales se producía la
mezcla del oxígeno que era suministrado en grandes botellas de acero y a las
cuales se les acoplaba un manómetro de presión. El gas acetileno venía
directamente de la campana generadora. Tampoco era muy seguro este sistema pues
carecía de válvulas anti-retorno de la llama. La soldadura de unión entre las
chapas se producía, añadiendo el acero de una varilla que fundíamos al calor de
la llama y que extendíamos haciendo un cordón en toda la longitud de la
probeta.
La soldadura eléctrica
solo era empleada por los alumnos que habían escogido esa especialidad. Quiero
resaltar aquí la buenísima preparación que estos alumnos recibían, pues casi
todos los años obtenían premios en los concursos de aprendices que se
celebraban a nivel nacional o internacional. Pasados los años he vuelto a tener
contacto con algunos de ellos que trabajaban en importantes empresas
metalúrgicas que construían grandes depósitos de acero para las centrales
nucleares, donde la soldadura de unión empleada es de alta seguridad y
controlada por aparatos de Rayos X, para detectar posibles pequeñas fisuras que
pondrían poner en peligro la seguridad de la instalación.
En el taller de forja,
nuestro primer contacto consistía en dar forma a barras de plomo, las cuales
golpeábamos con un martillo, para obtener las más variadas figuras geométricas.
Al año siguiente utilizábamos la fragua y forjábamos, una vez calentadas,
barras de acero dándoles formas a estas, para obtener variedad de herramientas
como cinceles o buriles, además de conseguir filigranas y dibujos artísticos en
pletinas de acero que curvábamos o torcíamos según cada caso.
Las clases de
electricidad, nos enseñaban a manejar materiales y herramientas utilizadas en
los montajes e instalaciones eléctricas. Durante el segundo año, realizábamos
en tableros apropiados, pequeños trabajos de circuitos eléctricos, como la
instalación de bombillas, interruptores, alarmas, timbres, etc.
La carpintería, nos
permitía realizar acoplamientos de pequeñas piezas de madera, como por ejemplo
el muy conocido como “cola de milano”, además de aprender a manejar las muy
diversas herramientas utilizadas por los carpinteros y ebanistas, como el
cepillo, el escoplo, el berbiquí, la gubia, el serrucho o el formón,
herramienta peligrosa de utilizar junto con el serrucho y que a muchos de
nosotros, nos costó algún que otro accidente, en forma de cortes en los dedos o
en las manos.
El jefe del taller de
Ajuste, portador de un grueso bigote, era un tipo carrancudo y severo, que
parecía estar a disgusto con él mismo. Además ejercía como jefe de disciplina,
durante las horas de estudio obligatorio, para los alumnos que hubieran sacado
malas notas. La presencia de este señor vigilando el salón comedor, donde nos
reuníamos los que estábamos castigados por este motivo, imponía un respeto
exagerado, a cada uno de nosotros.
Me llamaba la atención y
por ello aquí lo comento, la vigilancia exhaustiva que uno de nuestros maestros
de taller, concretamente el del taller de Ajuste, donde el primer año de
prácticas pasábamos horas sin parar de limar, con una lima sin dientes, encima
de un trozo de acero, que inicialmente era un perfil en U. El objetivo era
hacer desaparecer las dos patas de la U hasta dejar solo la base, un cuadrado
que debería tener sus lados perfectamente a escuadra y la superficie del
cuadrado totalmente plana. Este señor se paseaba por entre las bancadas de
trabajo con una regla en la mano, con la que golpeaba la madera del banco,
repitiendo de vez en cuando una cantinela con voz monótona, que decía “cada mochuelooooo a su olivooooo”.
Ya en el curso siguiente,
en este taller, no teníamos que sufrir con la lima sin dientes, pero para
nuestro mal, ahora nos dejábamos los nudillos de la mano izquierda que sujetaba
el cincel o el buril, cuando lo golpeábamos y fallábamos el golpe que con el
martillo deberíamos haber asestado en la cabeza de la herramienta, para abrir
por ejemplo un canal en una pieza de acero, maniobra que habíamos de realizar
para ejecutar, uno de los muchos ejercicios prácticos del curso de aprendizaje.
Yo, que cursé la
especialidad de Fresador, al tercer año de estudios dejé de pasar por el taller
de Ajuste, ya que ésta era una materia complementaria a la formación principal,
centrándonos ahora fundamentalmente, en el manejo de máquinas herramientas como
las fresadoras; rectificadoras; limadoras; cepillos puentes; taladradoras; escoplos,
etc., para ampliación de conocimientos de las máquinas que se emplean en el
trabajo que diariamente se ejecuta en un taller metalúrgico.
A media mañana, si
estábamos en clases teóricas teníamos un descanso que aprovechábamos como
recreo o para compartir solidariamente un trozo de bocadillo con los
compañeros, que no lo llevaran, o llevásemos.
Una de las clases
teóricas que más me gustaba, eran las de dibujo, para las cuales tenía una
especial aptitud, por la facilidad de interpretación espacial. El dibujo lineal
de láminas, con resolución de problemas geométricos, el levantamiento de
croquis a mano alzada y el dibujo de perspectivas de piezas mecánicas, eran
otras actividades que bien llevaba y que mucho me han servido para mi trabajo y
para ampliación de estudios posteriores.
Finalizadas las clases de
la mañana, llegaba la hora de la comida, que se daba en el amplio y luminoso
comedor, repleto de mesas de cuatro plazas, donde cada uno de nosotros teníamos
el sitio asignado desde el inicio del curso escolar.
Un pequeño receso después
de la comida, daba paso nuevamente a las clases de la tarde, ya fueran teóricas
o prácticas.
Nuestros profesores e
instructores eran bastante rigurosos en lo relativo a la disciplina y el orden, siendo muy exigentes además en
relación a las notas obtenidas, si habían sido malas en el mes anterior, éramos
castigados con horas extras de estudio,
que se llevaban a cabo después del horario normal, en el comedor de la escuela,
donde permanecíamos sentados cada uno, en una mesa diferente para evitar
cuchicheos y vigilados por el jefe de disciplina, que permanecía andando por
los pasillos entre las mesas, dando asistencia a quien lo necesitara, para
sacar adelante la asignatura que mal llevara.
La repetición de un curso
por dos veces consecutivas, era motivo para la expulsión de la escuela, así
como la acumulación de faltas leves o graves, hasta tres, que podían ser por
retrasos y falta de asistencia o por motivos disciplinarios.
Por aquellos años, los sábados
también eran días laborables, y al término de las clases, ese día, reunidos en
la nave central de los talleres, amplia y diáfana por no haber ninguna máquina
instalada en ella, y cuando aún no se había construido el auditorio
multifuncional, que albergaba también la capilla, rezábamos el rosario en dicha
nave, todos los alumnos apiñados y de pie.
Llegado el momento de la letanía, muchos de nosotros decíamos “un
automóvil” en lugar de “ORA PRO NOBIS”, a veces el soniquete de la cantinela
“del automóvil” era tan perceptible, que más de una vez el capellán, viniendo
desde atrás nos sorprendía y nos castigaba con algún trabajo extra, o nos ponía
una falta de disciplina.
En dicha nave central y
oficiada por el capellán de la escuela, asistíamos también obligatoriamente,
durante todo el curso escolar, a la misa dominical.
Uno de esos domingos,
lluvioso por añadidura; debido a una avería en el suministro eléctrico, un buen
compañero de clase que cursaba la especialidad de Electricidad, fue designado
para reparar dicha avería antes de dar inicio al culto religioso. Con tan mala
fortuna, que por motivos que desconozco, murió electrocutado. Este compañero y
yo, en las clases teóricas comunes a cada especialidad, siempre ocupamos mesas
contiguas durante casi cuatro años y manteníamos una estrecha relación de
amistad y compañerismo, incluso antes de entrar en la escuela. También se
llamaba Luis. Su muerte me conmocionó profundamente, pues éramos muy buenos
amigos.
Esta nave central de los
talleres, también cumplía la función de recogernos en ella los días de lluvia,
cuando no podíamos realizar la tabla de gimnasia en el campo de deportes.
Con relación a esta
coyuntura de la lluvia, fui protagonista de una situación desafortunada, la
cual aún recuerdo con tristeza, ese día llovía con fuerza y al entrar en la
alameda que lleva a la escuela, no había el gentío habitual de los alumnos que
diariamente caminábamos hacia la escuela, con lo cual pensé que era todavía muy
temprano. Entrado en el recinto de la escuela, y ya dentro del edificio
principal, al llegar a la altura de los vestuarios, que se encontraban justo
enfrente a la puerta de entrada del edificio, me di cuenta de mi error, al
escuchar el fuerte murmullo de los alumnos que ya se encontraban agrupados en
la nave central resguardados de la lluvia. Estando atravesando el amplio
corredor, antes de poder traspasar la puerta del vestuario, el monitor de
deportes me vio a lo lejos y me pitó con su famoso silbato, para que me diera
cuenta que me había visto llegar tarde, yo un poco asustado al saber que me
iban a poner una falta de puntualidad por ese motivo, arranqué a correr hacía
fuera del edificio, con la idea de rodearlo y entrar, por la puerta del taller
de Automovilismo, que estaba al fondo, en la fachada lateral del edificio y que
siempre estaba abierta de par en par, pero el monitor vino corriendo detrás de
mí, pitando incesantemente para que me parara y me identificase, pero yo hacía
caso omiso y cuanto más el pitaba, yo más corría. En el trayecto acabé arrastrando
a otro compañero que también llegaba tarde y que se unió a mi carrera, para así
librarse de la falta de puntualidad.
Pero cual no fue nuestra
sorpresa, cuando nos dimos de bruce con las puertas del taller de
Automovilismo, que ese día si estaban cerradas a cal y canto, para nuestra mala
suerte.
El monitor nos alcanzó y
al vernos parados e impotentes, pues no había otra salida por allí, descargó
toda su rabia en nosotros, por haberle hecho correr y no obedecerle, y tal como
venía nos propinó una tremenda bofetada a cada uno de nosotros, que aún
recuerdo, reviviendo la prepotencia de los jefes y encargados de mantener el
orden y la disciplina. Con ponernos la falta de puntualidad o desobediencia,
hubiera sido suficiente, sin llegar a la agresión física.
Un día primero de mayo
del año mil novecientos cincuenta y seis, (en aquellos años ese día no se
celebraba en España dado el carácter reivindicativo y proletario de esa
festividad) los alumnos de la escuela, recibimos la anunciada visita del
Generalísimo, cuyo nombre lo llevaba la escuela, escrito con grandes letras en
la fachada principal: “Institución Sindical de Formación Profesional Francisco
Franco”.
El paseo, que el General
hizo por los talleres de la escuela, fue visto y no visto, sin interesarse por lo
que hacíamos, ni dirigirse a ninguno de nosotros, que previamente habíamos
recibido instrucciones de los responsables de la escuela, para no levantar la
vista ni dejar de prestar atención a nuestro trabajo, así que no recuerdo ni la
vestimenta que llevaba para esta ocasión, ni si iba con ropa civil o militar.
Después de esa visita a
los talleres, el general pronunció en el campo de deportes de la Escuela, un
discurso al cual asistieron miles de falangistas. En ese viaje del Caudillo a
la ciudad de Málaga inauguró el Hospital Carlos Haya y la nueva Casa de la
Cultura ya que la anterior que había prácticamente en el mismo lugar, había
sido demolida para acceder a las excavaciones del Teatro Romano recién
descubierto.
Al término de la jornada
diaria, debido
a la ayuda que España recibía de los EE.UU. nos daban al
que quería recibirlo, un trozo de
queso y un vaso de leche en polvo, para combatir la escasez de
comida que
había por aquellos años. Ambos,
queso y leche, tenían un sabor extraño para nuestro paladar.
Al atardecer nuevamente
se llenaba de vestimentas azules de los muchachos que volvíamos para casa, la
alameda o paseo llamado de Martirícos, por haber sido lugar de ejecución de
Santa Paula y San Ciriaco patronos de la ciudad de Málaga.
Llegados a casa, si no
estabas castigado con horas extras de estudio en la escuela, era necesario
repasar las asignaturas del día siguiente, mientras mi madre preparaba la cena
para todos los hermanos.
La escucha de la radio en
familia diariamente después de la cena, era práctica habitual y motivo de
reunión familiar y de unión entre todos los miembros de la casa.
Más tarde nos íbamos para
la cama a descansar, para poder enfrentar el próximo día de trabajo de cada uno
de nosotros.
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