jueves, 5 de julio de 2018


Remembranza                      Autor   Vespasiano                    30/05/2018  

Aquella noche el anciano soñó con antiguos caserones y ventanas atestadas de macetas floridas. Un niño extraía agua de un pozo que, en cántaros, trasportaba hasta la cocina. Allí una señora enlutada atizaba el fuego de una chimenea intentando calentar la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores.

Sus pasos le guiaron hasta la iglesia de San Miguel Arcángel, contemplando sobrecogido la belleza de su pórtico. En el interior se veía sentado junto a su madre, que le miraba con ternura, mientras cantaba algún himno eucarístico acompañado por la música de un órgano vetusto.

El anciano continuaba mezclando imágenes; ahora veía un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor, vestido con zamarra, que se paraba a la entrada de la taberna, pidiendo que le sirvieran una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.

Después su caminar le llevó hasta las tapias de un cementerio. En el interior del camposanto su subconsciente le mostraba fugazmente, como un espectro, el rostro de una anciana; mientras un nutrido grupo de personas iban siguiendo su féretro, acompañando a un cura en sus plegarias.

A la mañana siguiente, su hija, al no verlo en el jardín, le buscaba preocupada:  

—¡Papá! ¿Por dónde andas?

—¡Aquí arriba, hija! Ahora mismo bajo.

—¡Ten cuidado con la escalera!

—No te preocupes, estoy con Damián.

Buscaba en el interior de un mueble desvencijado aquella caja de hojalata, medio oxidada por el tiempo, llena de retratos antiguos que él había contemplado muchas veces, junto a su nieto, con expresión medio ausente.

Pasando las fotos una a una, le volvían a la memoria sus vivencias en aquel país que tan bien le acogiera allá por el año sesenta; la oportunidad que tuvo de cursar una carrera universitaria, y los logros profesionales que consiguió dentro de la industria del automóvil; la felicidad del nacimiento de sus hijos y la alegría que le produjo la compra de su primer coche de segunda mano: un Peugeot 203 del año mil novecientos cincuenta y tres.

De repente el nieto interrumpe los recuerdos del anciano, revolviendo con sus manos las fotos de la caja, cogiendo una al azar:  

—¡Mira, abuelo! Esta es mamá cuando era pequeña.

—¡Sí hijo! ¡Has visto cómo era guapa!

—¡Oye, mira esta otra! ¡Es la abuela conmigo en brazos!

El anciano continuó mirando las fotos, deteniéndose por más tiempo en aquellas que estaban en blanco y negro, mientras el nieto se entretenía con algún juguete mutilado.

«¡Carmen, cariño! Qué noviazgo más bonito tuvimos ¡Qué tardes de enamoramiento, cuando paseábamos por el Parque cogiditos de la mano!»

«Y aquí, ¡Como estabas guapa el día de nuestra boda!»

«¡Qué bien te quedaba aquel vestido que te hiciste para la comunión de Julián!».

«¡Mira! ¡Mira cómo se relamía el niño con la tarta! ¡Cómo nos reíamos al verle la nariz embadurnada de nata!»

El pequeño se acercó nuevamente al yayo y sacó de la caja una instantánea de su tío Julián vestido de militar.

—Abuelo, ¿por qué no hay ninguna foto tuya vestido de soldado?

—¡Porque no me gustaban, ni me gustan, las armas ni la guerra!

—Pero… Por entonces, ¿no era obligatorio ir a la mili, abuelo?

—¡Sí! Pero yo me fui de España antes de que me alistaran. Aproveché que entonces los españoles emigrábamos a cualquier lugar del mundo; y fue mi suerte porque en el barco, durante el viaje que duró diez días, conocí a tu abuela.

Diciendo esto le asaltó en su cerebro la visión de aquella chica vestida con un abrigo rojo, que tanto le llamó la atención, cuando tuvieron que ir al Obispado de la Diócesis a la despedida que el Obispo de la ciudad dedicaba puntualmente a aquellos emigrantes que, hornada tras hornada, abandonaban su tierra en busca de mejores oportunidades de trabajo. Exhortándolos a que fueran buenos cristianos y dejaran bien alto el pabellón de España.

El viejo continuó con sus pensamientos: «Julián, ¡qué trabajo y qué malas noches nos diste, cuando te enganchaste a la maldita droga!». «¡Qué tormento cuando te veíamos sufrir con “el mono” y no sabíamos cómo ayudarte!». «¡Gracias al tesón de tu madre y a tu fuerza de voluntad, conseguiste salir adelante!».

«Hoy, podemos dar gracias a Dios, por la familia tan bonita que tienes y por habernos regalado a Raquel y al pequeño David, que son una bendición del cielo».

De repente la voz de la abuela les emplazaba para la comida, interrumpiendo los juegos del niño y los recuerdos del viejo.

Bajaron los dos del desván, dispuestos a almorzar con toda la familia reunida aquella tarde de domingo. Mientras saboreaban la suculenta paella de mariscos, el abuelo pidió:

—Hija, quiero que las fotos antiguas que guardas en aquella lata, las enmarques y las pongas en nuestra habitación —añadió cogiendo la mano de la abuela—, por si un día ya no pudiéramos subir más las escaleras.

—No te aflijas por eso, papá. —respondió la hija tratando de animarle.                      

—Pero quiero que sepáis que hay una imagen que no se me va a borrar de la cabeza. Aunque no haya ninguna foto de eso, nunca olvidaré la figura tan bonita de vuestra madre resaltada por aquel vestido negro y su cara tan radiante cuando la llevé, en un día de su cumpleaños, al “Corral de la Morería” para que viera y escuchara de cantar al “Camarón de la Isla” qué tanto le gustaba. Al término del espectáculo —continuó diciendo—, aquella madrugada en el viaducto de Bailén, con la panorámica de los jardines de Las Vistillas y el paseo de Extremadura iluminados bajo nuestros pies, me dijo:

—¡Gracias! Por la noche tan bonita que me has regalado.

Allí mismo, sin importarme la presencia de algunos viandantes, le di el beso más apasionado que recuerdo y que guardaré con cariño en mi corazón y en mi retina mientras viva.   

 

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