domingo, 1 de julio de 2018



El hombre afortunado.      Autor: Vespasiano      30/06/2018


Llevaba un hacha en la mano. Se le veía sudoroso y cansado, no en vano había estado toda la mañana troceando los troncos de árboles que días atrás había estado cortando con la sierra mecánica que diestramente manejaba. También, ¡después de tantos años trabajando como Bombero en el Condado de Madera!

Peter Sanwis, sabía  por las noticias difundidas por la radio; que a pocos más de cincuenta kilómetros de su cabaña a orillas del lago Bass, el fuego había afectado mayoritariamente zonas de bosque y matorrales del Parque Nacional Yosemite en California.

También sabía que, concretamente, en aquel lugar del Parque estaban alojados, junto con sus familias, de manera provisional un contingente de trabajadores indígenas mejicanos, principalmente guanajuatenses, que trabajaban en las plantaciones agrícolas así como en la deforestación del Parque, asolado en esas fechas del mes de julio por una larga sequía, unida a unas insólitas altas temperaturas.

Había visto, en sus largas caminatas por las rutas senderistas, como estos trabajadores vivían agrupados en caravanas y viviendas prefabricadas en unas condiciones precarias de insalubridad y de alimentación. Algunos de ellos tenían una familia compuesta de varios miembros entre los que destacaban chiquillos de corta edad que habitualmente deambulaban libremente en ausencia de sus padres y sin los cuidados de sus madres, dedicadas a las tareas domésticas y vigilancia de los más pequeños. 

Sin pensarlo dos veces subió a su vehículo todo terreno y se dirigió rápidamente por vericuetos increíbles, de difícil acceso, pero que él muy bien conocía, hacia Laikeshores donde estaba instalado el campamento base, ahora amenazado por las llamas.

Mientras tanto la radio del coche informaba:

“El foco del incendio está situado en el pequeño núcleo poblacional de Old el Portal al oeste del Parque Yosemite”, donde muchos trabajadores indígenas se han visto rodeados por las llamas”. “El fuego avanza rápidamente y ha sorprendido a los bomberos que pretendían llegar en auxilio de esos trabajadores que limpiaban los senderos y cañadas próximos a la  localidad de Oakhurst”. Cuando los bomberos han accedido al lugar, se han encontrado con tres camiones y varios vehículos todoterreno completamente calcinados”. “En vista del cambio de la dirección del viento, desde el puesto de coordinación, el comandante jefe del operativo ha recibido la orden de ir en ayuda de las familias de esos trabajadores que están instalados provisionalmente en zonas de acampada del Parque para desalojarlos”.

Peter Sanwis, ahora jubilado, lejos de arredrarse pensaba mientras conducía: «Tengo que ayudar a esas pobres criaturas». «Tengo que colaborar con mis antiguos compañeros».

Pero si el vehículo corría todo lo que le permitía lo escarpado del terreno, el fuego se propagaba más rápidamente.

Veía a través de las sucias ventanas del coche, por encima de su cabeza, las fulgurantes y amenazantes llamas descendiendo de las laderas de la Sierra National Forest acercándose al campamento.

Próximo a la zona amenazada el intenso humo desprendido de la ignición de la resina de los árboles se dejaba sentir tornando casi irrespirable el aire.

El calor resecaba su garganta, pero siguió adelante con la intención de llegar cuanto antes para ayudar a quien pudiera, antes de que fuego los achicharrara.

No había alcanzado aún los límites del Campamento, cuando llegó hasta el vehículo el sonido de un enorme griterío. Al doblar el último recodo del sendero el corazón se le encogió; a pesar de la poca visibilidad pudo ver a un sinfín de criaturas que corrían desesperadamente de un lado para otro procurando reunir a los miembros de la familia o buscando una salida para huir de semejante infierno.

«La había visto en una de sus excursiones; tenía una carita inocente donde dos velas de moco, le asomaban por su nariz. Caminaba descalza y su vestimenta bien ajada denotaba una falta de cuidado corporal. Sus ojos grandes y negros le miraron con ternura. Él se detuvo sacando de su mochila una tableta de chocolate, que le ofreció. Esta le dio las gracias cogiéndola con avidez y se alejó dedicándole la más cariñosa de las sonrisas».

Detuvo el vehículo y descendió de él apresuradamente. Se dirigió al maletero y sacó de allí un megáfono. Empuñó de nuevo el hacha en su mano diestra y corrió al encuentro de aquellas mujeres que aterradas no sabían hacia dónde dirigirse cargando en sus brazos a las criaturas más pequeñas mientras los chiquillos que podían andar se agarraban fuertemente a las faldas de su madre.

Peter Sanwis les informaba por medio del megáfono que deberían coger toallas empapadas en agua y que se taparan la nariz para que pudieran respirar sin inhalar el humo sofocante que les estaba afectando a los ojos haciéndoles llorar.

Con gestos ostensibles les mostraba el camino que deberían seguir entre los árboles para alejarse de allí.

El fuego había llegado a las viviendas situadas en un extremo del campamento, desde allí venían mujeres que gritaban desesperada: «Hay niños dentro de las viviendas y las puertas están trancadas».

Peter Sanwis  indagó con una de las mujeres:

—¿Por qué están solos?

—Sus madres han salido esta mañana para comprar en el mercado de Big Creek —le respondió la mujer.

Para las casas incendiadas se dirigía Peter cuando los primeros vehículos del Cuerpo de Bomberos de Fresno llegaban al escenario dantesco. El jefe de la patrulla reconoció al instante la figura de Peter recriminándole su actitud:

—¡Peter, ya estamos aquí! ¡Vuelve a tu coche y lárgate! No tienes el equipamiento adecuado para intervenir en un incendio de esta magnitud.

Volviendo hasta el coche del que había bajado, el jefe de la patrulla sacó de él una máscara antigases y un casco ofreciéndosela al antiguo compañero:

—¡Ponte al menos esta máscara, insensato! ¿A dónde vas sin protección?  ¡Lo mejor que puedes hacer es marcharte de aquí antes de que el humo te llene los pulmones!

Peter se colocó la máscara y haciendo caso omiso de las advertencias del compañero, continuó avanzando hacia las viviendas afectadas por el fuego. Muchas de ellas tenían la  puerta abiertas de par en par, señal inequívoca de que habían sido desalojadas. Pero otras, tal como había anunciado la mujer, se encontraban con las puertas cerradas.

Para allí se dirigió diligente, junto con otros Bomberos, dispuesto a derribarlas y rescatar   a quien pudiera estar encerrado en semejante ratonera.

Blandiendo el hacha con fuerza y destreza Peter golpeaba la cerradura de la puerta de cada casa que se encontraba en su camino arrancándola de cuajo penetrando en  ellas y rescatando a los que allí indefensos se encontraban.

La oscuridad propiciada por el denso humo hacía casi imposible detectar la presencia de alguna persona que estuviera dentro del habitáculo.

Gracias a la linterna que el casco lleva acoplada, puede distinguir  tenuemente en un rincón de la habitación la figura encogida de una criatura pequeña que llora desconsoladamente llamando por su madre.

La cogió entre sus brazos y salió presuroso teniendo cuidado para no tropezar con los muebles que ardían en el interior de la casa.

Una vez en la calle pudo reconocer a la niña que tiempo atrás le había dedicado aquella sonrisa estremecedora.

—¡No llores pequeña! Yo cuidaré de ti —dijo antes de dejarla a buen recaudo con uno de los brigadistas voluntarios.

 

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