Batucada - por Vespasiano (Reescrita en
31/08/2015)
BATUCADA
El buque había dejado atrás el
puente Rio – Niterói. Habíamos pasado por debajo de su inmensa estructura de
hierro y cemento, y nos adentrábamos lentamente en la bahía de Guanabara.
El esplendor de las diferentes
tonalidades del verde de las montañas que la rodeaban, contrastaba con la roca
inmensa del Pan de Azúcar que emergía magnánimo de las profundidades del mar.
A lo lejos podía divisar el Cristo
Redentor en la cima del Corcovado, acogiéndonos con sus brazos abiertos a todos
los pasajeros.
El navío se aproximaba despacio
hacia la entrada del puerto dejando a la izquierda el antiguo aeropuerto Santos
Dumont.
Había decidido olvidar el fracaso
amoroso de mi relación con Ana. Después de tantos años de convivencia, el tedio
y la rutina se habían apoderado de nosotros, llevándonos a un distanciamiento
que no nos proporcionaba ningún placer. En sus años jóvenes Ana fue una mujer
cariñosa, afable y amiga, y por eso habíamos sido confidentes y compañeros, en
el viaje de la vida.
Debido a un problema hormonal no pudimos
tener hijos, que hubieran permitido mantenernos más unidos.
Por causa de infidelidades,
estábamos inmersos en un proceso de divorcio, que la sacaban de quicio y le
hacían aflorar su mal carácter
Desde la barandilla en la que me
encontraba podía ver la cubierta de la proa del barco, donde marineros se afanaban
por realizar las maniobras de atraque, con las ayudas inestimables del buque remolcador
y del práctico del puerto.
Ensimismado en mis pensamientos, la
vi cuando se quitó las gafas de Sol para contemplar en toda su plenitud la
belleza del entorno. En el brillo de sus ojos pude adivinar la satisfacción que
todo aquello le producía.
Entonces me atreví a decirle:
—¡Increíble esta ciudad!
Ella me miró y dijo:
—¡Sin
duda!, —¡Así es mi tierra!
Sonriendo me preguntó:
—¿Qué le parece esta maravilla?
—¡Es asombroso! —exclamé. —¡Pero tendré que volver mañana! —¡Pues
desde que la he visto, no sé decir qué me ha impresionado más, si esta
exuberante naturaleza o esos ojos maravillosos que embellecen su cara!
Se ruborizó la mujer que ya habría
cumplido los cincuenta, aunque su rostro terso reflejaba lozanía y dulzura.
Entonces ella se retiró
discretamente despidiéndose de mí.
—¡Hasta luego! —dijo mientras se
alejaba.
A la mañana siguiente,
sin embargo, yo estaba ansioso por conocer la ciudad y los puntos turísticos
más emblemáticos. Dudaba entre subir en el teleférico hasta el Pan de Azúcar,
que tanto me había impresionado, o ver de cerca el famoso Cristo Redentor.
Decidí entonces coger
el trenecillo que me llevaría hasta la cumbre del Corcovado.
Mientras el taxi se acercaba a mi destino, ¡me sorprendía ver cómo tanto verdor y tanta montaña
podían estar metidos en el mismo corazón de la ciudad!
En la estación, unos músicos
callejeros anticipaban las canciones folclóricas, que anunciaban la proximidad
de la folía.
Al entrar al vagón: ¡Oh sorpresa! ¡Nuevamente
tenía a aquella encantadora mujer delante de mis ojos!
Sin ningún pudor me senté a su
lado.
—¡Qué alegría más grande volverla
a encontrar! —le dije.
—¡Pues sí qué es coincidencia! —asintió ella sorprendida.
Armándome de valor continué:
—Estoy impresionado con su porte
señorial y su belleza. Aunque eso es superficial, ya lo sé; y por eso, lo que
yo desearía por todo el oro del mundo, sería conocerla mejor para poder
enamorarme de usted.
Entretanto, el tren ascendía
lentamente entre la vegetación frondosa del parque natural, donde simpáticos
titís brincaban de rama en rama.
Juntos admiramos la grandiosidad
del Cristo, que abraza simbólicamente a toda la población carioca, y contemplamos
desde allí toda la belleza de aquella ciudad y su deslumbrante bahía.
Y hablando de nuestros respectivos
planes futuros, paseamos durante toda la tarde.
En un momento dado Gabriela me
confesó:
—Yo tampoco he sido muy feliz en
los últimos tiempos... Desgracias personales me han afectado seriamente, y
después de un largo período de rehabilitación, ¡es ahora cuando empiezo a
sentirme más segura y con ganas de vivir!
... Caía la noche
lentamente sobre la Iglesia de Nuestra Señora de la Gloria del Otero y mirando
desde su explanada la playa de Flamengo, me atreví a coger su mano. La
electricidad recorrió todo mi cuerpo. Aproximé mi rostro al suyo, y sin
podernos contener, nuestros labios se buscaron tiernamente. Aquel beso deseado
aceleró mi ritmo cardíaco. Fue entonces cuando, adelantándome al inicio de la
“batucada”, en mi mente y en mi corazón "los tambores comenzaron a
sonar".
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