Tenacidad
y heroísmo
En las reuniones
familiares los hombres solemos hablar de las peripecias vividas durante nuestra
etapa de soldado. Entonces me llegan recuerdos del servicio militar obligatorio
que hice en el Sahara Español.
Mis compañeros de Arma y
yo sufrimos los ataques del Frente Polisario, que atentaban contra los
yacimientos de fosfato y las instalaciones de empresas españolas.
En el año 1975, el rey de
Marruecos, Hassan II, ordenó la invasión de aquellos territorios.
Mientras sucedía el
desplazamiento de los integrantes de la “marcha verde” por el desierto, la
administración española organizaba la Operación Golondrina, destinada a evacuar
a los habitantes de aquella colonia entre los que, por mi situación militar, me
encontraba.
Nuestra retirada dejó el campo
libre al ejército marroquí que inició una táctica de tierra arrasada contra la
población saharaui, incluyendo saqueos de sus hogares y envenenamiento de los
pozos de agua.
Millares de mujeres,
hombres y niños tuvieron que huir a través del desierto para refugiarse en
Argelia.
Han pasado muchos años de aquellos desgraciados
acontecimientos.
Desde
entonces los saharauis viven en el desierto
argelino, en la Hamada de Tinduf, una de las zonas más inhóspitas del
mundo, donde no hay apenas electricidad y el agua potable la suministran por
medio de camiones cisternas.
Un día, el grupo de amigos que allí
estuvimos haciendo la mili, decidimos volver a aquellas tierras para
encontrarnos con la realidad del pueblo saharahui y llevarles nuestra ayuda
solidaria.
Nos reunimos con Brahím,
jefe del consejo local, con Nasrat y Mansur en el campamento de Smara, donde
quedamos asombrados de ver cómo habían conseguido sobrevivir en medio de aquel
desierto estéril.
Nos recibieron hablando un
castellano perfecto. Esperábamos que, después de nuestra salida de aquella
colonia y de que hubiesen perdido la nacionalidad española, hablaran la lengua
árabe o su dialecto llamado hasanía.
Al abrazarnos afloraron nuestros
sentimientos más profundos y les pedimos sinceras disculpas por haberles
abandonado a su suerte ante el avance de las tropas marroquíes.
—Ya veis, aquí la vida transcurre en
la “haima” y el tiempo pasa lentamente soportando altísimas temperaturas, que
contrastan con las lluvias torrenciales que a veces inundan nuestro campamento —nos
explicó el profesor Mansur.
—¡Cómo sentimos esta interminable
situación que estáis atravesando! —dije bastante apenado.
—¡No merece la pena reabrir
heridas! ¡Cuán equivocados estábamos los que pensábamos que hostigándoos conseguiríamos
la independencia de nuestro pueblo! —dijo Mansur, tratando de suavizar la
tensión.
—Os estamos muy
agradecidos por la ayuda que desde España nos suministráis; pero no queremos
vivir de las ayudas, sino de lo que produce nuestra tierra —
apostilló Brahim visiblemente emocionado.
—¡Tenemos una
deuda moral con vosotros! Pero qué entereza demostráis llevando adelante, sin
recursos, la escolarización de vuestros niños —comentó
nuestro compañero Fabián.
—Aunque desgraciadamente,
—recordó Mansur— nuestros hijos tienen que abandonar la escuela
al terminar el ciclo medio, y marcharse para continuar sus estudios en España, Cuba
o Argelia. Muchos de los que aquí están trabajando tienen estudios superiores y
ayudan a la comunidad en materia educativa y sanitaria.
—Sí, no podemos
olvidarnos de que muchas de nuestras mujeres sufren de anemia y un tercio de
los niños de desnutrición crónica
—apostilló el doctor Nasrat.
—De cualquier manera
tiene un mérito extraordinario que hayáis podido construir, en medio de la nada,
los pilares básicos de un Estado, Brahím —insistí tratando de estimularles.
—Eso lo tenemos que
agradecer a nuestras mujeres; ellas levantaron estos asentamientos y crearon su
estructura administrativa mientras los hombres luchábamos contra las tropas
marroquíes — nos aclaró él orgulloso.
—Pero la lucha continúa —exclamó Mansur— ,mañana iremos a un desfile para reivindicar
nuestro derecho de autodeterminación.
Al día siguiente, emplazados
delante de la alambrada que separa el campo de refugiados del territorio
ocupado, coreábamos las consignas en favor de la independencia.
Los ánimos se caldearon y
un grupo de jóvenes arrancó parte de la valla, por donde penetraron en el suelo
de su patria.
Brahím, brazos en alto, delante
de la alambrada rota trataba de detener a aquella multitud enardecida. Un
disparo le segó la vida al tiempo que una mina estallaba, arrancándole las
piernas a un chaval de diecinueve años que había traspasado la barrera.
Todos huimos
de allí despavoridos. Al anochecer cesaron los disparos y conseguimos recoger
el cuerpo sin vida de Brahím. En sus manos, sostenía una revista donde podían
leerse los versos del poeta Bahia Awah que comienza así:
Yo tengo un sueño. ¡Ese día de paz! (…)
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Oh paz, cuánto es anhelada. Un día, Vespasiano, la veremos.
ResponderEliminarUn abrazo, ¡NL!