Felicidad
Eran las seis de una mañana de invierno. A esa hora todavía no había
amanecido.
Como cada día esperaba, en la estación de Atocha, a que llegara el tren de cercanías
para ir a mi trabajo.
Durante una temporada la vi bajar apresuradamente las escaleras mecánicas
con el tiempo justo de subirse al tren.
Quizá por ese motivo no había sido posible que se fijara en mí. Pero yo no
perdía la esperanza de que un día pudiéramos coincidir.
Necesité dos semanas para darme cuenta de que, si quería hablar con ella, debía
montarme en el vagón que iba delante del mío.
Han pasado varios meses y la primavera envuelve el aire con el perfume de
las damas de noche, plantadas en el Paseo del Prado y en el Jardín Botánico próximo
a la estación.
Ahora corremos juntos todos los días para no perder el tren, agarrados de
la mano.
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