Honras militares
Susana esperaba en el Cementerio
Nacional de Arlington la llegada del ataúd que contenía los restos mortales del
último marine muerto en Irak.
Mientras tanto su mente
no paraba de traerle recuerdos de su vida con el militar.
Susana había esperado durante
los años de su matrimonio un poco más de cariño y dulzura por parte de su marido
y una mayor dedicación de este en la educación de su hijo, en vez de enrolarse
una y otra vez en misiones arriesgadas en tierras que ni le sonaban.
—“¡Es mi deber!” —le decía, cada vez que se despedían.
«Primero fue la guerra de
Bosnia en la antigua Yugoslavia. Después Afganistán… y ahora en Irak, ¡había
perdido la vida!». Se lamentaba interiormente Susana.
La ceremonia del entierro
estaba llena de solemnidad. El Secretario de Defensa y otras autoridades
civiles y militares arropaban a la viuda que mostraba una entereza fuera de lo
común. Ni una sola lágrima había aflorado en sus mejillas en todo aquel tiempo
de tensa espera, propio de la ocasión luctuosa.
Después de las salvas de
rigor el Coronel Jefe del Batallón inició su semblanza elogiándolo encarecidamente:
Este ejemplar soldado ha
muerto en tierras de Faluya en una misión arriesgada hostilizando a los
terroristas chiitas, cuando el vehículo que maniobraba volcó siendo aplastado
por el mismo.
Sin poderlo evitar, la
viuda pensó, «¡Seguramente estaría borracho! ¡Por eso no fue capaz de controlar
el blindado!».
La tropa presente
permanecía atenta, en posición de respeto, a la plática del coronel:
Su implicación en las
tareas colectivas de la compañía que mandaba, es otro valor añadido a su
impecable hoja de servicio.
«¡El desgraciado se
implicaba demasiado!», recordó tristemente.
Seguidamente Susana revivió
episodios protagonizados por el militar:
«Un año, en la
celebración del cuatro de julio en la Base Militar de Bagran, estaba trompa
perdido y casi pierde un ojo cuando estaba tirando cohetes para abrillantar la efeméride.
¡Y encima le condecoraron!».
La
importancia que daba este hombre a los valores del trabajo en equipo —continuó el coronel— ayudando a los más
débiles…
«¡Sería allí! Porque en
casa no era capaz ni de limpiarse las botas llenas de barro cuando volvía de
las maniobras».
El trato enérgico, pero
correcto —añadió el orador— con sus subordinados…
«¡Sí, sí!…Pero conmigo siempre
la liaba», pensaba apenada la mujer.
Mezclados con los
recuerdos volvía a escuchar las voces airadas del esposo:
«¿Dónde has puesto las
llaves del coche? ¡Furcia de mierda!», otras veces la menospreciaba, «¡Eres una inútil! ¡No
sabes cuidar ni de tu propio hijo!».
A continuación, el
capellán castrense comenzó su elegía embargado por la emoción del momento:
Estamos aquí para encomendar
el alma del Capitán Brayden Hart a la presencia de Dios Nuestro Señor, y para honrar
su memoria resaltando muy concretamente, los valores morales de nuestro querido
capitán.
En ese momento a Susana le
asaltó el recuerdo de aquella conversación que mantuvieron su esposo y sus
compañeros de cuartel, y que ella escuchó de manera fortuita, cuando celebraban
el cumpleaños del Teniente Parker Coleman.
«¿Te acuerdas Brayden, de
cómo nos tiramos a aquellas moras la noche que conquistamos Tal Afar?», se
vanagloriaba el teniente.
«¡Cómo no voy a
acordarme! ¡La hija de puta estaba como un tren!».
«¡Anda, que la que yo me
follé, no le iba a la zaga! Menudas tetas tenía la tía», continuó ahondando en
la escena el teniente.
«¡Sí, es verdad! —corroboró el capitán— Pero la cabrona no
quería mamarte la polla. Si no hubiera sido por mí, que le agarré la cabeza, te
hubieras quedado con la ganas. Estabas demasiado borracho para saber lo que
tenías que hacer».
«¡Para con eso! Creo que
está llegando tu mujer», cortó la conversación bruscamente el teniente.
Ahora Susana sí tenía ganas
de llorar. Pero se contuvo. No le apetecía dar la sensación de que estuviera llorando
por él.
Como cierre del sepelio, el
Secretario de Defensa inició su discurso diciendo:
Hoy estamos anunciando
con orgullo que al difunto le ha sido concedida, a título póstumo, la medalla
de honor como reconocimiento a la valentía e intrepidez demostrada por el capitán
con riesgo de su propia vida.
Dicha condecoración
—continuó el coronel— lleva implícita una recompensa económica, de treinta y cinco mil dólares.
«¡Esto me va a venir de maravilla!», pensó la
viuda, acostumbrada que estaba a hacer cuentas para sostener la economía
familiar, ya que la mitad de la paga del héroe se le iba a este en partidas de
póker con los compañeros de arma; en copas y en caprichos propios de una
persona inmadura.
Años más tarde diferentes
medios de comunicación internacionales sacaron a la luz pública, gracias a una
denuncia del hermano de una de las mujeres violadas, los desmanes cometidos por
miembros de las fuerzas de ocupación americanas en Afganistán.
Por este escándalo le fue
retirada la condecoración al capitán Brayden Hart y exigieron, a su viuda la devolución
del importe económico que llevaba aparejada la medalla.
Pero esto último no fue
posible ya que Susana se declaró insolvente. Hacía tres años que había rehecho
su vida casándose con un pacifista miembro de Hare Krishna.
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