Reminiscencias
El anciano
encontró aquella llave en el interior de una vieja caja de hojalata. La
misma de la que, alguna vez, un niño le había enseñado algunos retratos
antiguos. El viejo los había contemplado con expresión ausente, mientras el
chiquillo le hablaba, sin comprender muy bien qué le decía.
Ahora
sostenía la llave en su mano. Quizá le habría llamado la
atención por su tamaño. Era muy vieja, de hierro colado, con
filigranas en el ojo.
La guardó
en el bolsillo de su pelliza y bajó las escaleras que momentos antes lo habían
conducido hasta el desván. Salió a la calle, aprovechando una distracción de su
hija, con la intención de descubrir la puerta antigua que pudiera abrir con
ella.
El paseo
resultó muy corto. De pronto el viejo dejó de caminar desnortado ante el cruce
de calles que se bifurcaban hacia las afueras de la población, sin saber hacia
dónde dirigirse.
Un vecino conocido le orientó en la dirección de su domicilio, acompañándolo hasta el jardín de la casa, traspasando la verja y adentrándolo en él.
Aquella
noche el anciano fantaseó con ventanas atestadas de macetas floridas, y enormes
caserones donde lucían antiguos escudos heráldicos. También soñó con zaguanes que
lo introducían en patios adornados con plantas y árboles que daban sombra a la casa,
donde unos niños extraían agua de un pozo en cántaros y lo transportaban hasta
la cocina. Allí una señora enlutada calentaba la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de
lana de variados colores, atizando el fuego de una chimenea
Al día siguiente
su hija lo despertó y le acompañó hasta el jardín para disfrutar del tibio
sol del otoño pirenaico.
Apenas el
viejo se había acomodado en el umbral, la perra, de la raza sabueso, olfateó la
llave que este mantenía entre sus manos y, mordiéndole los bajos del abrigo, le
animaba a que la siguiera, apartándose de vez en cuando y volviendo para tirarle
del gabán.
Sin darse
cuenta se encontró caminando detrás del animal, que correteaba alegremente.
Se alejaron
de la casa sin que nadie advirtiera sus pasos, hasta llegar a la
alameda bordeada de cipreses, camino del cementerio.
Iniciaron
entonces la subida en dirección a la montaña, atravesando robledales y bancales
de pizarra. A veces el sendero se perdía entre matorrales para aparecer de
nuevo junto al barranco.
Entre algún claro de los
árboles se podía distinguir a lo lejos, colgado de las peñas, un pueblo
deshabitado.
La
ascensión se hacía lenta y difícil para el anciano. Se desvistió del
abrigo para seguir al animal, este inspeccionaba el camino ahora
invadido
de aulagas que le arañaban las patas a su paso.
El rumor del río, perdido
entre los chopos, se hacía cada vez más perceptible anunciando su caída hacia un
viejo molino. Al ver el torbellino formado por el agua escuchó en su cerebro el
eco de la voz de un hombre gritándole a un muchacho, para que saliera del
cauce torrentoso.
Al terminar la vereda, las
primeras casas del pueblo recubiertas por la yedra, aparecieron súbitamente ante
sus ojos.
Ambos, siguieron andando por las calles
empinadas, resbalando a veces a consecuencia de los líquenes emergentes entre
las piedras de la calzada.
Advertía asombrado los
muros derruidos de las casas, que habían arrastrado en su caída las barandillas
de hierro forjado de los balcones. Muchas de ellas habían perdido sus tejados,
dejando ver los patios atrapados por las ortigas.
Ante tanta desolación, el anciano imaginaba un rebaño
de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor vestido con zamarra parado a la entrada de la taberna, pidiendo una copa de
aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.
Permaneció, por largo tiempo, contemplando sobrecogido
lo que quedaba del pórtico, invadido de zarzales, de la iglesia de San
Miguel Arcángel.
En su interior veía a un niño sentado junto a una
mujer mirándolo con ternura, mientras cantaba algún himno acompañado de la
música de un órgano vetusto.
La presencia de una construcción de una
sola planta, en aquella misma plaza, con varias ventanas a la calle, le transportó
hasta una estancia repleta de niños sentados en viejos pupitres recitando a
coro una retahíla de sonidos retumbándole en sus oídos y que le resultaba
imposible descifrar.
Siguió andando en silencio, el deambular de la perra. Esta se paró
de pronto, ladrando insistentemente al llegar a una desvencijada cuadra, que mal soportaba las
paredes de una casa adosada a sus muros.
Tres
desgastados escalones recubiertos de musgo le condujeron hasta una gruesa puerta
de madera. De ella aún colgaba un pesado picaporte. La cerradura se presentó ante
sus ojos llamativa como pidiéndole que probara con la llave su apertura. Al
abrirla reconoció la estancia, y vislumbró en la penumbra a los personajes que antaño
la habitaron:
Jacinta la
de Alejo; Malvina; Hortensia de casa Fuster; el abuelo Serafín; su padre
Justino y su hermano Germán. Al fondo su madre, sentada junto al fuego, le
abría los brazos acogiendo su llegada.
Penetró en
la habitación, al mismo tiempo una joven se presentó ante él luciendo una
sonrisa encantadora.
«¡Qué
sensación más placentera!» Allí estaba, recibiéndole a besos, Amaia, su querida
esposa.
Se imaginó subiendo al dormitorio, llevándola agarrada de la mano, mientras los viejos
escalones se resquebrajaban a su paso.
Al mirar a
través de la ventana, sin marco ni cristales, el entorno agreste de las
montañas y sus cumbres nevadas, rememoró momentos de su vida en Esco, y vio
pasar por delante de la casa un carro, atestado de muebles y baúles, tirado por
las caballerías guiadas por sus vecinos, perdiéndose por el camino de Sangüesa. Conciudadanos como él que habían dejado el pueblo
al construir e inundar el embalse de Yesa.
«¡Hoy al fin
ya sé quién soy! Gritaré a los cuatro vientos»
—Sepan todos, hasta los que aquí yacen olvidados, que Venancio el de Casa Ager ha vuelto a sus raíces.
—Sepan todos, hasta los que aquí yacen olvidados, que Venancio el de Casa Ager ha vuelto a sus raíces.
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