Vacaciones
El cartero había dejado
su última misiva en mi buzón, el pasado mes de enero.
“Apreciado amigo, me encantaría verte por aquí
de nuevo para revivir los buenos
momentos que hemos pasado por estas tierras. Durante el carnaval pretendo
viajar por el nordeste brasileño, pues me apasiona el sol y el mar de aquellas
latitudes”
“Aquí
estoy disfrutando en mis ratos libres de la playa “da Boa Viagem” y de concurridas veladas en el barrio de
Pina, dónde he escuchado tocar a músicos autóctonos, derramando sus canciones a
ritmo de samba y de maracatú”.
“Pero no todo es folía y diversión, estoy
inmerso en la realización de unos estudios de biología marina de grandes
Cetáceos”.
“He
estado viajando por todo el litoral brasileño y he dado con mis huesos en
Recife, donde estaré hospedado hasta terminar mi trabajo”.
“Espero
terminarlo, antes del Carnaval, en el Centro Nacional de Conservación y
Pesquisa del Peixe-boi en la isla de Itamaracá, que alberga un Museo para la
divulgación de dicho Sirenio, donde algunos ejemplares de esa especie viven en
cautividad. Se trata de un mamífero, vegetariano, de grandes dimensiones y lentos
movimientos”.
“Anímate y ven a pasar el carnaval con tus
amigos de la facultad. Te esperamos”.
“Un
fuerte abrazo”
“Carlos”
Había aterrizado en el
Aeropuerto de Guararapes y me dirigía por la autovía, para hospedarme en
Olinda. Primera ciudad fundada por los portugueses en Brasil y que cuenta con
un acervo histórico y arquitectónico importante, proveniente tanto de las
culturas portuguesas como holandesa.
La lluvia incesante había
ido aumentando de intensidad hasta convertirse en una tormenta tropical, acompañada
por aterrador aparato eléctrico. Los limpiaparabrisas no podían en su ritmo más
acelerado retirar el agua que a raudales golpeaba contra los cristales, hasta el punto de resultar
imposible ver las señales de tráfico y las rayas pintadas en el asfalto, obligándome
a detener el vehículo en el arcén de la carretera a espera de que amainase el
temporal.
…Al día siguiente me
levanté, con un cielo radiante, entusiasmado por reencontrarme con Carlos que
allí estaba prestes a terminar su trabajo científico.
Después de visitar el
Museo, llenos de curiosidad por conocer ese extraño animal en peligro de
extinción, debido a la caza furtiva para consumo de su carne —dicen que sabrosa— y el aprovechamiento de la grasa de su lomo
que se utiliza como manteca para uso doméstico. El gobierno brasileño prohibió
su caza en el año mil novecientos ochenta para preservar su especie.
Después fuimos todos los
amigos a visitar el Fuerte Orange —una joya de edificación defensiva militar— construido
a orillas del mar por los holandeses en el año 1640, vestigio
imperecedero del nacimiento de esa nación explorada por portugueses y,
disputada por holandeses ávidos de comerciar con las materias primas del país.
El Fuerte está enclavado
en la playa del mismo nombre, desde donde se puede divisar al otro lado del
canal de Santa Cruz: “A coroa do aviao”,
un islote al que se puede llegar en el catamarán de alguno de los barqueros que
se ganan la vida transportando a los turistas hacia aquel minúsculo paraíso surgido
de la acumulación de los sedimentos de arena traídos por el mar y, en donde
mariscadoras hábiles capturan cangrejos y almejas deliciosas, que degustamos en
los chiringuitos que allí hay instalado a la sombra de esbeltos cocoteros. Sentados
a la vera del mar disfrutamos de la visión del Fuerte en toda su plenitud.
En la “noche del gallo”
danzamos, a ritmo de frevo, las trepidantes canciones de carnaval, al mismo
tiempo que una multitud evolucionaba frenéticamente por las calles de la
ciudad, al son de tambores y panderos, girando y saltando agarrados a un
paraguas, abierto, de múltiples colores.
Después de unos días, iniciamos
un viaje distribuidos en varios coches hacia el noreste brasileño hasta
llegar a Natal, el punto más cercano del continente americano a Europa, donde
la luz es extremadamente brillante.
Nos alojamos en un resort
en la playa de “A Ponta do Madeiro”, donde en la recepción del hotel, un loro “políglota”
daba los buenos días a los huéspedes en el idioma que a él le parecía fuera el
que hablara el viajero recién llegado. También frecuentemente el ave pedía, con
bastante claridad, al camarero que atendía en el bar de la piscina, “que le
diera café al loro”.
Uno de los paseos
turísticos más interesantes y arriesgados de realizar por aquellas tierras es
atravesar las famosas dunas móviles de Genipabú. Por ellas, transitan ”buggies”
maniobrados por expertos y habilitados conductores, que suben y bajan con
inusitada velocidad sus laderas casi verticales de algunas de ellas, que miden
más de treinta metros, o circulan en posición horizontal, dando vueltas por las
paredes arenosas del denominado “circo del infierno”.
Allí mismo, dentro del
parque natural, pero siguiendo caminos diferentes del que utilizan los
vehículos, dromedarios introducidos en ese medio como atracción turística hacen
una ruta acompañados por guías, hasta la laguna de Pitanguí, para delicia de
los visitantes que la disfrutan montados en ellos.
Nosotros conducíamos
nuestros ”buggies” con poca pericia y, nos costaba arremeter contra las bruscas
subida que se presentaban de improviso ante nuestros atónitos ojos, so pena de
quedarnos atascados en medio de la ascensión.
A lo largo del camino,
atravesamos algunas dunas fijas entre promontorios de vegetación, donde el
vehículo se inclinaba peligrosamente.
El aire que removía la
fina arena tampoco ayudaba para realizar una conducción segura. La visibilidad
se hizo cada vez más difícil y el tiempo cambiante arrastró hasta nosotros
ingente cantidad de nubes negras que taparon el sol oscureciendo el entorno.
Más adelante divisé a lo
lejos las siluetas de algunos camellos que marchaban en caravana. Entonces me
di cuenta que había tomado un sendero equivocado.
De improviso sentí un
salto al vacío; el coche perdió la adherencia al terreno e iniciamos una caída
sin fin. Un golpe violento me arrojó del vehículo, y rodé por la vertiente
hasta que me vi frenado por la incipiente vegetación rastrera…
Estaba aturdido, quise
incorporarme pero no lo conseguí, al fondo del barranco mi amigo permanecía
inmóvil aplastado por el vehículo volcado. Grité pidiendo socorro. Después
silencio a mí alrededor.
De repente sentí un
fuerte pinchazo en el brazo, instantes después el roce de unas finas patas
caminando por encima de mi hombro. Con la visión casi nublada pude ver una
araña enorme que se alejaba escondiéndose entre la maleza. Al momento sentí
miedo. Después escalofríos, más tarde inconsciencia.
Un ruido estridente de fiesta
y tambores golpeaba mis oídos. Veía venir grandes monstruos hacia mí y vampiros
me atacaban mordiéndome la garganta. Estos eran repelidos por horribles zombis
que me arrastraban hacia la muerte.
…Noté mi cuerpo flotando
en el aire. Una sensación de movimiento acompasado de vaivén me llegó hasta el
cerebro.
Desperté en el Hospital
Universitario de aquella ciudad, donde pude sobrevivir gracias al antídoto que
me inyectaron, repuesto del traumatismo craneal pero con las piernas y los
brazos escayolados.
También ayudó a mi pronta
recuperación, la buena noticia que me dieron:
—Su compañero de viaje también
ha salvado la vida, gracias a la rápida intervención de los guías de los
dromedarios.
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