Mis primeros pasos por el mundo (1)
El canto de una nana que
mi madre entonaba para que yo me durmiera, provocaba en mí un sentimiento de
tristeza que me acongojaba.
La nana es una canción
del poeta García Lorca cuya letra empieza así: “Este niño chiquito no tiene cuna…”. Probablemente éste haya sido
el comienzo de mi admiración por el poeta y por su poesía.
Pasado el tiempo, mis
hermanos ya adolescentes, bromeaban conmigo recordándome esa nana que tanto me apenaba
hasta hacerme llorar.
Esto se diluye en la
memoria al recordar el impacto emocional que sufrí cuando vi a mi padre con un
aparatoso vendaje que le cubría la mano derecha, que se había pillado al
manipular un bidón lleno de aceite. La tremenda impresión que me llevé hizo que
yo cayera desmayado, no sin antes sentir por primera vez y simultáneamente un
extraño cosquilleo dentro de mi cabeza, un raro zumbido en los oídos y un
súbito malestar en la boca del estómago.
Después me viene a la
memoria mi paso por la “amiga”, una especie de jardín de infancia de la época,
donde acudía diariamente con mi sillita, mi pizarrín y mi pizarra, en la que
escribía los primeros palotes.
Por entonces yo tenía un
perro con el que jugaba diariamente y no lo dejaba tranquilo ni a sol ni a
sombra. Un día que íbamos a la playa el perro desapareció al paso de un tren. Yo
lo buscaba desesperado y no lo veía por ninguna parte. Me dijeron que el
suburbano lo había arrollado para que me quedara quieto. Pero yo no lo creía,
pues no escuché al perro emitir ningún aullido, ni había rastro de sangre por
allí.
Más tarde supe que un
amigo de mis padres se lo había llevado en connivencia con ellos, para
desengancharme del apego tan fuerte que tenía con el animal.
Pasado un tiempo sustituiría
al perro por una gata que era muy cariñosa, y le gustaba dormir conmigo a los
pies de la cuna.
El tiempo que yo pasaba
en la tienda de mis padres era despachando arenques que por aquellos años la
gente consumía bastante y, que yo despegaba una a una de la barrica de madera
que las contenía perfectamente colocadas. Después las envolvía a mi manera en
un papel de estraza. También jugaba sin parar con la bomba manual que medía el
aceite, llenándola y vaciándola retornando al bidón el líquido que contenía.
Al cierre del comercio y
camino de casa para comer, mi padre paraba en una taberna del barrio donde se
tomaba una copa de vino y compartía conmigo una “tapa” de pulpo frito. A mi
solía darme un huevo crudo en una copa con un poco de vino dulce que tomaba de
un sorbo, porque decía que eso era un buen reconstituyente.
En aquellos años, mis
primeros contactos con la Iglesia, devienen de la práctica de mis padres de
acudir a la misa dominical y de la asistencia junto con ellos a las charlas, que
misioneros jesuitas impartieron por todos los barrios de la capital y para las
cuales, llegaron hasta construirse pequeñas capillas, como la que fue levantada
en un descampado llamado “El Ejido”, para albergar a los fieles, y no tan
fieles, que acudían casi por obligación.
En el cierre de campaña
de “Las Misiones”, que se celebró en el teatro Cervantes, participé en dicho
acto recitando alguna poesía que la catequista de la parroquia me hizo aprender
para tal fin.
Yo sentía curiosidad
cuando acudía a los ensayos, por conocer los entresijos del teatro, con sus
tramoyas, su candileja, el foso donde los músicos se sientan para tocar sus
instrumentos, los camerinos, los decorados enormes de las representaciones
teatrales profesionales y tantas cosas que eran completamente nuevas para mí.
Muy niño todavía, recuerdo haber vuelto a ese teatro junto con mis padres para
ver la representación de la zarzuela “Molinos de Viento”, cantada por el
entonces famoso barítono Marcos Redondo.
En aquellos tiempos la
gente más humilde se agolpaba a la puerta de entrada de los artistas a ese
teatro para ver de pasar fugazmente, a aquellos que admiraban; pero que no
podían pagar una entrada para verlos actuar o escucharlos de cantar.
Lo mismo ocurría con
muchas personas que aprovechaban la tarde en que había corrida de toros para
pasear y acercarse a la puerta grande de la plaza de “La Malagueta” para ver si
sacaban a hombros a algún torero que hubiera hecho una gran faena en el ruedo.
Más tarde me echaron de un
colegio privado por decir palabrotas, algunas irrepetibles y otras como
“maricón el último”, a la salida de las clases; pero conviene aclarar que yo
pasaba mucho tiempo en un barrio popular, donde mis padres tenían una tienda de
“ultramarinos” y, mi contacto con los chiquillos era inevitable, motivo por el
cual mi vocabulario era de lo más “pulido y exquisito”.
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