Mis primeros pasos por el mundo (3)
Escenas de películas como
“La cadena invisible” con Elhizabet Taylor adolescente, “Gascón el zurdo”, ”Beau Geste”, “Murieron con las botas puestas”
con Errol Flint, o “La vida secreta de Walter Smits” con Danny
Kelly, se cuelan en mi cabeza haciéndome recordar aquellos alegres años
infantiles.
Cosas típicas de la
ciudad y que prácticamente han desaparecido son los puestos de chumbos que
frescos y pelados para evitar las espinas, te ofrecían los vendedores pregonando su mercancía diciendo “chumbos gordos y
reondos”.
Otra figura desaparecida
pero no olvidada, por causa del monumento que hay cercano al puerto, es la del “cenachero”, cuando este pasaba voceando
por las calles el rico pescado que llevaba en unos capachos que colgaba con
garbo de sus brazos en jarra, para soportar el peso de la mercancía que pregonaba.
Personajes conocidos de
aquellos tiempos en la ciudad, me vienen a la memoria, como Mariquilla “la
loca”, que nos corría por las calles cuando perversamente nos metíamos con
ella. O el “puto Pedro” un pobre hombre pacífico, sin muchas luces, con un
hatillo bajo el brazo, que a todo lo que se moviera o no, le anteponía la
palabra puto o puta, según fuera masculino o femenino. Ambos vivían de la
caridad pública.
Recuerdo al sujeto un
poco “ido de la olla”, filósofo
callejero no exento de chispa y gracia, de nombre Matías que según los
comentarios de la gente, antes cuando cuerdo, había sido oficial de la Legión y
compañero de Millán Astray (General, fundador de dicho cuerpo militar), y que ahora
encaramado en cualquier lugar un poco prominente de la calle o plaza donde se
encontrara, arengaba a los viandantes que se congregaban, para escuchar sus hilarantes
discursos que siempre terminaba dando un fuerte zapatazo en el suelo y
diciendo: ¡Señores, y dice Matías!
Me viene a la memoria uno
de sus ocurrentes chistes que decía así: ¡Si
alguna vez te compras una bicicleta, que sea de la marca BH; por si por H o por
B, la tienes que vender!
También había en la
ciudad un cura muy famoso conocido como el “Padre Potaje”, que muchos lo nombrábamos
en forma despectiva, cuando en realidad este buen hombre llevaba adelante un
comedor social en una época tan difícil y de tanta miseria, como lo fue, la
post guerra civil española y el bloqueo internacional que sufría el País, por
causa de la dictadura franquista.
Me acuerdo de la Plaza de
la Merced, próxima a mi casa, repleta de hojas y bolas peludas que caían en
otoño de los plataneros que allí hay, y donde aprendí a montar y esquivar los
bancos de la plaza en la bicicleta de mi inseparable amigo y vecino.
En esa misma plaza en uno
de sus edificios, había nacido Pablo Ruiz Picasso, y en ella sin duda aprendió a
pintar las palomas que por cientos revuelan por allí.
A esa plaza de forma
cuadrangular y un poco elevada, con relación al nivel de las calles adyacentes,
se accede subiendo; uno, dos o tres escalones, desde cada una de las calles que
la circundan. Está cercada por un pretil
que sirve de asiento, además de tener una
barandilla de hierro forjada, que cubre todo el perímetro y que se puede
utilizar como respaldo. En el centro de esta plaza y rodeado de bancos de
mármol y plataneros, hay un obelisco a la memoria del General Torrijos, hombre
liberal y tenaz luchador contra el absolutismo del rey Fernando VII, y a sus
compañeros que fueron fusilados el día 11 de Diciembre de 1831 en la playa de
San Andrés, en Málaga. Hasta hoy, me resulta extraño, como pudo sobrevivir a la
Dictadura franquista un monumento como éste, a alguien que defendiera la
constitución y la libertad, hasta la muerte.
Ya lo canta la copla que
dice así: “Si Torrijos murió fusilado,
no murió por vil ni traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la
Constitución”. Cuando aquel régimen franquista, había hecho justamente lo contrario,
aboliéndola y suprimiendo la libertad de todos los españoles.
Hay en el Museo del Prado,
un imponente cuadro de 6 x 3,90 metros que recoge este momento histórico del
fusilamiento. Cuadro que fue pintado por Antonio Gisbert en 1888. Una réplica
de este cuadro en papel couchet, de dimensiones tamaño A3, estuvo durante mucho
tiempo doblado y medio escondido, no sé por qué, en un armario de mi casa.
Los chicos de la
Parroquia de Santiago, también jugábamos dentro de la Iglesia de “La Merced”, fundada
por los padres mercedarios en 1507. Estaba derruida pero no abandonada. Aún
conservaba sus paredes y la fachada delantera, así como las escalinatas de
mármol de la entrada principal y las rejas forjadas que cerraban todo el espacio
frontal.
Lo que quedaba del Templo
lo vigilaba un guarda privado, pues allí habían sido construidos posteriormente,
donde era la sacristía, algunos despachos de los cuales desconozco la finalidad
que pudieran tener. Este hombre cuidaba de la propiedad junto con su perro
pastor llamado Nerki, al que le daba tres palizas diarias para amansarlo, pues decía
que era muy agresivo. Sin duda este señor era más animal que el perro.
Aquella Iglesia de La
Merced estaba en ruinas debido a un incendio acaecido en los disturbios populares
de mayo de 1931, sin la techumbre, y sin ningún tipo de mobiliario, ni altares,
ni imágenes. Allí en la nave central, retirados hacía tiempo los escombros,
disputábamos sendos partidos, como si fueran de futbol sala, los chiquillos de
la parroquia. Más tarde sería utilizada como cine de verano.
Actualmente en el solar
que ocupaba la Iglesia, hay un moderno edificio de viviendas.
También me veo asistiendo
a más de una corrida de toros en la Plaza de “La Malagueta” junto con mi padre, que era un buen
aficionado. Después de la corrida, yo solía “fardar” delante de mis amigos del
barrio, dando detalles de la faena y de que tal o cual torero lo había hecho mejor, sin duda influenciado por los
comentarios que mi padre hacía con sus amigos que también habían ido a ver la
corrida junto con nosotros. Por aquellos años eran famosos, los diestros Manolete,
el mejicano Carlos Arruza, El niño de la Palma, Pepín Martin Vázquez, Domingo
Ortega, Antonio Ordoñez, Luis Miguel Dominguín y Antonio Bienvenida entre
otros.
Vagamente me veo viendo
los peces de un acuario que había abierto al público en el Paseo de la Farola
cerca de la Comandancia de Marina y que hace muchos años dejó de funcionar.
También cerca del puerto, en la calle Córdoba había una piscina de grandes
dimensiones con unas barquillas motorizadas donde alguna vez me subí junto con
alguno de mis hermanos.
Otra atracción que me
sobrecogía por el estruendo del ruido del motor, era una especie de circo de
alta pared circular, donde por ella se deslizaba subiendo, bajando y dando
vueltas sin parar la moto y el motorista. La vibración de las tablas al paso
rápido del vehículo, aliado al estridente ruido salido de su escape libre, me
cogía un pellizco en el estómago, que lejos de divertirme me amedrentaba.
Después de mi expulsión
de aquel buen colegio privado, comentado en un relato anterior, mis padres
decidieron ponerme en otro pequeño próximo a mi casa, para que el “maestro”,
Don Juan Mirabet, hiciera carrera de mí. Recuerdo la celebración casi “mística”
que este hombre hacía en el Día del Libro, cuando nos reunía a todos los
alumnos y nos enseñaba un precioso tomo de bella portada, que era además una
caja de música y nos la hacía escuchar con profundo respeto.
En aquello años se
celebraban durante las fiestas, carreras de motos en un circuito improvisado y
sin ninguna seguridad, para los espectadores ni para los motoristas, en el
parque de la ciudad.
El peligro de que se
salieran del circuito era una constante y al no haber ni fardos de paja en las
curvas para atenuar un posible choque, acrecentando aún más el peligro para los
espectadores.
A mí las carreras que más
me gustaban eran de sidecar, cuando el copiloto se vencía hacia un lado u otro
de la moto, dependiendo que la curva fuera a la izquierda o a la derecha, para
ayudar al piloto a tomar la curva debidamente.
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