LIBERACIÓN
El marinero no subió al barco aquella tarde de abril de mil
novecientos sesenta y cuatro. La Armada lo dio por desertor. Su familia emitió
una nota necrológica: “El Guardia Marina Manuel Moreno Martínez ha resultado
muerto como consecuencia de un atraco, cuando paseaba por un barrio marginal de
Rio de Janeiro”.
Su padre, era Contralmirante de la Armada y había capitaneado
el crucero pesado Canarias durante la guerra civil española.
Manuel, que había nacido en el año mil novecientos treinta y ocho
en la ciudad de Cuenca, era el único hijo de una familia burguesa y no había
visto el mar en su vida.
Él no sabía muy bien lo que era ser marinero. Lo que a él le
gustaba era jugar con un barco que le había traído su padre, y que flotaba en
el lavadero de la ropa, cuando de allí salía mojado hasta las cejas después de
recibir la bronca de casi todos los moradores de aquella casa.
«¡Manolito,
para ya de tirar el agua al suelo!». Le increpaba cada día la asistenta de la
casa.
«¡Manolito,
te vas a resfriar!». Le regañaba la abuela, siempre pendiente de su delicada
salud.
«¡Si es que lo lleva en la sangre! Manolito será marino como
su padre», decía su madre llena de orgullo.
Cuando cumplió
doce años, le regalaron un
álbum con cromos de barcos de guerra. El chico, sorprendido al ver la cantidad
de buques que tenían los Estados Unidos, preguntó:
—¿Papá, porqué los españoles no tenemos ningún portaaviones?
—¡Porque no nos hizo falta para ganar la guerra civil, hijo! Recuerda
que con nuestras carabelas fuimos capaces de forjar un imperio. —Le respondió, lleno de soberbia.
Manolito ya
había terminado sus estudios de bachillerato con excelentes notas. Él tenía asumido, desde muy pequeño, que
seguiría con obediencia el camino que le dictaran sus padres.
Pero en su fuero interno prefería ir a una Universidad; estudiar
una carrera civil que le proporcionara los medios para ganarse la vida y poder
formalizar la relación que mantenía con una chica del Opus Dei.
Aún le quedaban un par de años para cumplir la edad de ingresar
en la Escuela Naval de Marín; por eso pidió permiso a sus padres para estudiar,
por aquél entonces, en la Universidad Central de San Bernardo, mientras tanto,
la carrera de Derecho. Les prometió que entraría en la Escuela Naval, pero que
le gustaría, pasado un tiempo, terminar la carrera de Letrado.
En aquella Facultad hizo amistad con un grupo de estudiantes
que estaban organizando un Congreso Nacional, para contrarrestar al Sindicato
Español Universitario que estaba impuesto por el régimen y que aglutinaba obligatoriamente
a todos los estudiantes.
A pesar de la censura permanente en el país, de editoriales y
medios de difusión (ya que solo funcionaban periódicos afines a la ideología
del régimen dictatorial), llegó hasta sus manos información clandestina de la
lucha soterrada de los estudiantes y trabajadores, para derrocar el régimen fascista.
Fue así como se enteró de que aquellas campañas gloriosas de
la carrera militar de su padre, incluía el bombardeo de miles de civiles
indefensos en la antigua carretera de la costa, que unía las ciudades de Málaga
y Almería, cuando huían despavoridos de las tropas golpistas que comandaba el
general Queipo de Llano, que había hecho pública a través de la radio la
siguiente proclama:
“Nuestros
valientes Legionarios y Regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que
significa ser hombres de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente
justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora
por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No
se van a librar por mucho que berreen y pataleen.
Mañana vamos
a tomar Peñaflor. Vayan las mujeres de los «rojos» preparando sus mantones de
luto.
Estamos
decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente
Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar como a
un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros; que si lo
hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad”.
Así que no tuvo el menor reparo en participar, junto con
otros compañeros demócratas y reformistas, en una manifestación en contra de
los partidarios del sindicato fascista (SEU) cuando se disponían a rendir un
homenaje, con misa incluida, al falangista Matias Montero. Durante esa
manifestación se produjeron actos violentos y agresiones por ambos bandos,
resultando herido de bala un joven de dieciocho años.
La Policía Armada disolvió a mamporros la pelea y apresó a
los líderes de ambos grupos.
Gracias a la influencia de su padre junto al gobierno, él quedó
libre junto con otros compañeros de estar involucrado en esos hechos; que
aunque parezca increíble eran también hijos de personalidades relevantes del
régimen. La vista de la causa nunca se celebró, ya que, el mismo día en que dio
comienzo, el fiscal retiró la acusación.
Manuel ya había completado los estudios en la Escuela Naval, a
pesar de la dificultad que tuvo durante toda la carrera para superar las
pruebas físicas y el vértigo que le suponía subir trepando por los mástiles.
Aquella mañana de marzo, estaba en el puerto de Cádiz dispuesto
a emprender un crucero de instrucción en el Buque Escuela Juan Sebastián Elcano,
para obtener el certificado de Alférez de Fragata.
A la altura de las Islas Canarias, se presentó un temporal increíble
con vientos huracanados de más de ciento cincuenta kilómetros por hora, que
inutilizó el moco del bauprés.
El bergantín-goleta se vio obligado entonces a realizar una
escala técnica, en el puerto de Rio de Janeiro.
Allí le dieron a los Guardias Marinas algunos días de permiso,
mientras reparaban los destrozos causados por la tormenta, antes de continuar la
singladura prevista para alcanzar el Cabo de Hornos.
La había mirado cuando paseaba por la playa de Copacabana. Ella
se había fijado en el uniforme impoluto que vestía aquel chico con pinta de
galán. Él no recuerda haber visto, ni en el cine, un cuerpo cómo aquel. La miraba
embobado mientras ella le sonreía de forma picarona, como invitándole a pasear
juntos por aquella avenida tan famosa.
Habían pasado cuatro días desde aquel encuentro y no recordaba
haber visto atravesar, la proa del velero, mar tan bravío como él había sentido
al desafiar la tempestad de los movimientos de cadera de Silvia.
—Manolo, ¡para de follar que se nos va el navío! —le gritó su compañero de promoción.
—¡A la mierda el barco y la Marina! No quiero ver a mi padre
ni a la mojigata de mi novia, que nunca me hará una mamada, a no ser que Escrivá
de Balaguer cambie los Estatutos del Opus Dei.
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