MI PRIMER TRABAJO EN
MADRID
Autor Vespasiano
El
viaje desde Málaga lo hicimos en el tren los tres compañeros de la escuela de
formación, que teníamos la misma profesión y que habíamos sido contratados para
trabajar en aquella fábrica.
Para
poder viajar a Madrid tuve que llevar conmigo una autorización de mi madre
(tenía tan solo quince años), ya que era normal en la época que la policía
pidiera la documentación dentro del tren y durante el trayecto a todos los
viajeros.
Llegados
a la capital, fuimos a parar a una pensión en la calle San Marcos. A un
edificio reformado que anteriormente había sido un famoso burdel conocido como “el
cuartel general”.
Por
entonces Villaverde era un pequeño pueblo industrial de la periferia de la
capital. Allí estaba ubicada la fábrica en la que teníamos que presentarnos al
día siguiente, en el edificio principal de la empresa. Aquella mañana mis nervios
estaban a flor de piel, pues como era lógico desconocía la rutina del día a día
dentro de una fábrica. También sentía curiosidad por conocer la máquina en la
que tendría que operar; el tipo de trabajo a realizar y las dificultades que
encontraría para alcanzar el nivel que la empresa me exigiría.
Después
de la identificación, tuvimos que esperar en el Departamento de Personal, para
firmar el contrato. Acabados estos trámites iniciales, fuimos a los vestuarios,
donde cambiamos la ropa de calle, por el sufrido mono azul.
El
trabajo que tendría que realizar era muy variado, al tratarse de un taller de
utillaje y no de un taller de producción, donde la labor es repetitiva.
En
el taller todas las operaciones tenían que realizarse dentro de un tiempo
preestablecido. Este requisito me trajo por la calle de la amargura durante
mucho tiempo, ya que no conseguía realizar la tarea en menos tiempo del estipulado
y como consecuencia no conseguía ganar ningún dinero en concepto de prima. Solo
sacaba el jornal pelado.
El
traslado diario de Madrid hasta la planta, lo realizábamos en un tren que
partiendo de la estación de Atocha transportaba operarios de las fábricas
instaladas en Villaverde Bajo y Getafe. Para viajar en este tren, sin pagar el
billete, la empresa nos facilitaba mensualmente una tarjeta individual que
teníamos que presentar a cualquier revisor o factor, empleado de Renfe, que lo
demandase.
El
tren en el que íbamos, para no tener no tenía ni luz ni calefacción, los
vagones tenían los asientos de madera pegados a los laterales del vagón y en otra
fila central con asientos a ambos lados, donde viajábamos pegaditos unos con
otros, arropados para mitigar el frio y el aire que se colaba por las rendijas
que había entre el cristal de la ventanilla y el marco de la misma.
Cuando
llegó diciembre de mil novecientos cincuenta y siete, con permiso de la
empresa, fui a Zaragoza para competir en el Concurso de Aprendices a nivel
nacional, para representar a mi Escuela de Formación, ya que había ganado en el
mes de junio, el concurso en Andalucía.
Los
primeros meses en la empresa pasaron muy deprisa, quizá porque el maestro del
taller estaba de baja por enfermedad y por consiguiente no venía a trabajar.
Cuando
este hizo acto de presencia , no debía de hacerle mucha gracia, que
yo no alcanzara los topes, o no sé que era, pero yo no le caía muy bien.
El
control que ejercía sobre mí era exagerado. En una ocasión, trabajando en una fresadora de
muy superior potencia a la que yo estaba habituado, y que sí era totalmente
automática; al accionar un movimiento de acercamiento rápido de la herramienta
hacía la pieza a mecanizar, no controlé bien distancia y velocidad, dando como
resultado que la fresa chocara violentamente contra la pieza, provocando la
rotura de la herramienta. Ni que decir tiene que el premio fue, dos días suspendido
de empleo y sueldo.
Durante
dos años estuve como oficial de tercera y mi máquina durante ese tiempo, fue una
pequeña fresadora no totalmente automática que se accionaba desde el motor por medio
de una correa de cuero. Solo la mesa o bancada principal tenía la posibilidad
de avanzar y retroceder automáticamente. Así que entre los paros por rotura de
la correa de cuero; la poca potencia de la máquina; su falta de automatismos y
a mí todavía poca experiencia profesional, no conseguía acabar los trabajos
antes del tiempo previsto.
Contrastando
con esta actitud del maestro del taller, yo recibía toda la ayuda necesaria de
mis compañeros de profesión. En más de una ocasión me dieron el material
necesario, para repetir el trabajo que había estropeado, por colarme en las
medidas de la pieza que siempre eran de una precisión elevada al tratarse de
matrices y machos que debían de ajustar perfectamente.
Justo
detrás de mi máquina estaba la que operaba el hijo del maestro, que tan malos
ratos me hacía pasar. Mi relación con él era muy superficial, limitándome a
mantener con él una política de buena vecindad, pero sin llegar a más. Además
recuerdo no sin envidia los sábados, día de cobro, cuando este señor oficial de
primera, me enseñaba su sobre donde se reflejaba el dinero conseguido como
prima, por la ejecución de los trabajos realizados en un tiempo inferior al
establecido y por “los puntos” que cobraba por los hijos que tenía.
Nosotros
comíamos diariamente dentro de la fábrica, en los comedores que había para uso de
los trabajadores.
Desde
el primer momento que pasé por el comedor, una chica de las que preparaban y
limpiaban las mesas, muy bonita y quizá un poco mayor de la edad que
aparentaba, me gustó mucho. Esto se debía de notar demasiado, porque a partir
de aquí los compañeros me ponían en un aprieto achuchándome para que le tirara
los tejos a la muchacha, haciendo que me ruborizara en su presencia.
Aunque
me gustaba mucho, mucho me costó también en tiempo y coraje, decidirme a
pedirle para salir; pero me dio calabazas, ya que ella era mayor que yo, que a
la sazón tenía la friolera de quince cándidos añitos.
La
comida la teníamos que coger de los mostradores donde estaban expuestas y
llevarlas hasta la mesa donde comíamos. Un hecho que pasado el tiempo me llama la
atención, era que vendían para consumo durante las comidas, bebidas alcohólicas.
Pues choca frontalmente con cualquier concepto de seguridad en el trabajo.
También
debo decir que la calidad de la comida me parecía excelente, volviendo a mi
memoria las albóndigas y las patatas fritas, que tanto me gustaban.
El
precio de la comida era muy barato en comparación con el que pagaba en un restaurante
económico de la calle Pelayo, donde acudía diariamente a cenar y los domingos a
comer. Casi siempre, en aquel restaurante, las mesas estaban ocupadas pero por
entonces era habitual compartir la mesa con otros comensales aunque no los
conociera. De esta forma acabé congeniando con algunos de ellos hasta formar un
grupo muy unido que pasábamos horas frecuentando una cafetería del entorno,
donde jugábamos animadas partidas de dados los fines de semana.
Pasado
el tiempo me fijé en otra chica que trabajaba en la empresa, en alguna línea de
montaje, no sé cuál, porque yo solo la veía en el tren a la salida del trabajo.
Esta chica no era más bonita que la del comedor, pero sí tenía un cuerpo mejor
formado que aquella, donde realzaba un bonito trasero y unos pechos no grandes
pero que yo imaginaba muy firmes.
Nunca
me hizo caso, ni en broma ni en serio, a pesar de haber ido con ella a excursiones
por la sierra de Madrid; a guateques; a bailes en salones; a cumpleaños. Pero
yo no desistía pues la chica me ponía, pero a ella le debía de poner otro,
según confidencias que me hacían sus amigas cuando les pedía que ejercieran de
Melibéa, para interceder por mí en su conquista. Así que éste fue mi segundo
fracaso amoroso, no me comía ni una rosca, probablemente por mi edad, aunque
por entonces ya debía tener unos diecisiete años.
La
empresa patrocinaba un equipo de futbol que militaba en la tercera división y
durante el primer año que allí trabajé, decidió crear un equipo juvenil para
que sirviera de cantera al primer equipo. Así que ni corto ni perezoso me
apunté, matando dos pájaros de un tiro; primero porque me gustaba jugar y segundo
porque así me quitaba durante dos horas y dos días a la semana, de tener que
aguantar al dichoso maestro del taller.
Por
aquellos años, la Iglesia Católica, ejercía un fuerte poder dentro de la
estructura del Estado, así que de vez en cuando, organizaban charlas dentro de
las empresas metalúrgicas, que paraban su actividad industrial durante una hora
o más, para que los obreros oyéramos los mensajes con los que pretendían catequizarnos.
Como
yo no perdía ocasión de escaquearme del taller, a la menor oportunidad que
surgiera, me apunté a unos ejercicios espirituales, muy de moda en la época,
que se desarrollarían en la provincia de Segovia. Junto con otro compañero del
taller, fuimos para allá con la sana intención de pasárnoslo bien. Como dice el
refrán: “Dios los cría y ellos se juntan”. Pero a punto estuvimos de que nos expulsaran
cuando, en horas de pasear meditando, nos sorprendieron contando chistes
agazapados detrás de unos setos del jardín.
Volviendo
a la actitud persecutoria de aquel maestro de taller, recuerdo aquella ocasión en
que nos reunimos en los lavabos del taller, los jóvenes que allí trabajábamos,
para ver los discos que iríamos a poner en el guateque, que normalmente solíamos
hacer, y comentar lo bien que lo iríamos a pasar el domingo, (pues en aquellos
años los sábados eran días laborables). Estando revisando los discos y
canturreando algunas letras de las canciones que contenían, el buen hombre
irrumpió en los lavabos, y ni corto ni perezoso, levantó acta de la situación y
nos sancionó a cada uno de los que allí estábamos, con un día de empleo y
sueldo.
En
uno de esos domingos de baile, conocí a una chica, que sí me hizo caso a pesar
de no ser yo un consumado bailarín; con ella estuve saliendo durante algún
tiempo hasta que volví para Málaga, con la idea de emigrar a cualquier país de
Europa.
Pero
esa es otra historia que contaré en otro momento.
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