martes, 6 de septiembre de 2016


Mis primeros pasos por el mundo  (3)                                                                           

 

Escenas de películas como “La cadena invisible” con Elhizabet Taylor adolescente, “Gascón el zurdo”,  ”Beau Geste”, “Murieron con las botas puestas” con Errol Flint,  o  “La vida secreta de Walter Smits” con Danny Kelly, se cuelan en mi cabeza haciéndome recordar aquellos alegres años infantiles.   

Cosas típicas de la ciudad y que prácticamente han desaparecido son los puestos de chumbos que frescos y pelados para evitar las espinas, te ofrecían los vendedores pregonando su mercancía diciendo “chumbos gordos y reondos”.

Otra figura desaparecida pero no olvidada, por causa del monumento que hay cercano al puerto, es la del “cenachero”, cuando este pasaba voceando por las calles el rico pescado que llevaba en unos capachos que colgaba con garbo de sus brazos en jarra, para soportar el peso de la mercancía que pregonaba.

Personajes conocidos de aquellos tiempos en la ciudad, me vienen a la memoria, como Mariquilla “la loca”, que nos corría por las calles cuando perversamente nos metíamos con ella. O el “puto Pedro” un pobre hombre pacífico, sin muchas luces, con un hatillo bajo el brazo, que a todo lo que se moviera o no, le anteponía la palabra puto o puta, según fuera masculino o femenino. Ambos vivían de la caridad pública.

Recuerdo al sujeto un poco “ido de la olla”, filósofo callejero no exento de chispa y gracia, de nombre Matías que según los comentarios de la gente, antes cuando cuerdo, había sido oficial de la Legión y compañero de Millán Astray (General, fundador de dicho cuerpo militar), y que ahora encaramado en cualquier lugar un poco prominente de la calle o plaza donde se encontrara, arengaba a los viandantes que se congregaban, para escuchar sus hilarantes discursos que siempre terminaba dando un fuerte zapatazo en el suelo y diciendo: ¡Señores,  y dice Matías!

Me viene a la memoria uno de sus ocurrentes chistes que decía así: ¡Si alguna vez te compras una bicicleta, que sea de la marca BH; por si por H o por B, la tienes que vender!

También había en la ciudad un cura muy famoso conocido como el “Padre Potaje”, que muchos lo nombrábamos en forma despectiva, cuando en realidad este buen hombre llevaba adelante un comedor social en una época tan difícil y de tanta miseria, como lo fue, la post guerra civil española y el bloqueo internacional que sufría el País, por causa de la dictadura franquista.

Me acuerdo de la Plaza de la Merced, próxima a mi casa, repleta de hojas y bolas peludas que caían en otoño de los plataneros que allí hay, y donde aprendí a montar y esquivar los bancos de la plaza en la bicicleta de mi inseparable amigo y vecino.

En esa misma plaza en uno de sus edificios, había nacido Pablo Ruiz Picasso, y en ella sin duda aprendió a pintar las palomas que por cientos revuelan por allí.

A esa plaza de forma cuadrangular y un poco elevada, con relación al nivel de las calles adyacentes, se accede subiendo; uno, dos o tres escalones, desde cada una de las calles que la circundan. Está cercada  por un pretil que sirve de asiento, además de tener una  barandilla de hierro forjada, que cubre todo el perímetro y que se puede utilizar como respaldo. En el centro de esta plaza y rodeado de bancos de mármol y plataneros, hay un obelisco a la memoria del General Torrijos, hombre liberal y tenaz luchador contra el absolutismo del rey Fernando VII, y a sus compañeros que fueron fusilados el día 11 de Diciembre de 1831 en la playa de San Andrés, en Málaga. Hasta hoy, me resulta extraño, como pudo sobrevivir a la Dictadura franquista un monumento como éste, a alguien que defendiera la constitución y la libertad, hasta la muerte.

Ya lo canta la copla que dice así: “Si Torrijos murió fusilado, no murió por vil ni traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la Constitución”. Cuando aquel régimen franquista, había hecho justamente lo contrario, aboliéndola y suprimiendo la libertad de todos los españoles.

Hay en el Museo del Prado, un imponente cuadro de 6 x 3,90 metros  que recoge este momento histórico del fusilamiento. Cuadro que fue pintado por Antonio Gisbert en 1888. Una réplica de este cuadro en papel couchet, de dimensiones tamaño A3, estuvo durante mucho tiempo doblado y medio escondido, no sé por qué, en un armario de mi casa.                                                                                                  

Los chicos de la Parroquia de Santiago, también jugábamos dentro de la Iglesia de “La Merced”, fundada por los padres mercedarios en 1507. Estaba derruida pero no abandonada. Aún conservaba sus paredes y la fachada delantera, así como las escalinatas de mármol de la entrada principal y las rejas forjadas que cerraban todo el espacio frontal.

Lo que quedaba del Templo lo vigilaba un guarda privado, pues allí habían sido construidos posteriormente, donde era la sacristía, algunos despachos de los cuales desconozco la finalidad que pudieran tener. Este hombre cuidaba de la propiedad junto con su perro pastor llamado Nerki, al que le daba tres palizas diarias para amansarlo, pues decía que era muy agresivo. Sin duda este señor era más animal que el perro.

Aquella Iglesia de La Merced estaba en ruinas debido a un incendio acaecido en los disturbios populares de mayo de 1931, sin la techumbre, y sin ningún tipo de mobiliario, ni altares, ni imágenes. Allí en la nave central, retirados hacía tiempo los escombros, disputábamos sendos partidos, como si fueran de futbol sala, los chiquillos de la parroquia. Más tarde sería utilizada como cine de verano. 

Actualmente en el solar que ocupaba la Iglesia, hay un moderno edificio de viviendas.

También me veo asistiendo a más de una corrida de toros en la Plaza de “La Malagueta”  junto con mi padre, que era un buen aficionado. Después de la corrida, yo solía “fardar” delante de mis amigos del barrio, dando detalles de la faena y de que tal o cual torero lo había  hecho mejor, sin duda influenciado por los comentarios que mi padre hacía con sus amigos que también habían ido a ver la corrida junto con nosotros. Por aquellos años eran famosos, los diestros Manolete, el mejicano Carlos Arruza, El niño de la Palma, Pepín Martin Vázquez, Domingo Ortega, Antonio Ordoñez, Luis Miguel Dominguín y Antonio Bienvenida entre otros.

Vagamente me veo viendo los peces de un acuario que había abierto al público en el Paseo de la Farola cerca de la Comandancia de Marina y que hace muchos años dejó de funcionar. También cerca del puerto, en la calle Córdoba había una piscina de grandes dimensiones con unas barquillas motorizadas donde alguna vez me subí junto con alguno de mis hermanos.

Otra atracción que me sobrecogía por el estruendo del ruido del motor, era una especie de circo de alta pared circular, donde por ella se deslizaba subiendo, bajando y dando vueltas sin parar la moto y el motorista. La vibración de las tablas al paso rápido del vehículo, aliado al estridente ruido salido de su escape libre, me cogía un pellizco en el estómago, que lejos de divertirme me amedrentaba.   

Después de mi expulsión de aquel buen colegio privado, comentado en un relato anterior, mis padres decidieron ponerme en otro pequeño próximo a mi casa, para que el “maestro”, Don Juan Mirabet, hiciera carrera de mí. Recuerdo la celebración casi “mística” que este hombre hacía en el Día del Libro, cuando nos reunía a todos los alumnos y nos enseñaba un precioso tomo de bella portada, que era además una caja de música y nos la hacía escuchar con profundo respeto.

En aquello años se celebraban durante las fiestas, carreras de motos en un circuito improvisado y sin ninguna seguridad, para los espectadores ni para los motoristas, en el parque de la ciudad.

El peligro de que se salieran del circuito era una constante y al no haber ni fardos de paja en las curvas para atenuar un posible choque, acrecentando aún más el peligro para los espectadores.

A mí las carreras que más me gustaban eran de sidecar, cuando el copiloto se vencía hacia un lado u otro de la moto, dependiendo que la curva fuera a la izquierda o a la derecha, para ayudar al piloto a tomar la curva debidamente.
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Mis primeros pasos por el mundo (2)


Mis primeros pasos por el mundo.  (2)                         

Recuerdo mi participación en Radio Nacional de España encaramado en una silla, porque no llegaba al micrófono, declamando una poesía patriótica que ensalzaba la figura del “Caudillo”,  y mi pertenencia a la “Acción Católica” en la parroquia de mi barrio; porque la “poesía” me la enseñaron en la catequesis. Bueno, hasta aquí todo normal para la época, porque “Iglesia” y “Estado” iban siempre cogidos de la mano.

Por aquellos años era frecuente escuchar en las emisoras de radio el espacio reservado a la audición de los discos dedicados, pues la situación económica de muchísima gente no permitía la compra de los mismos y mucho menos tener una “gramola” o un toca-discos en su casa.

En el año 1881, en la Iglesia de Santiago, situada muy próxima a la plaza de La Merced fue bautizado Pablo Ruiz Picasso: como yo lo fui muchos años después, ya que nací en una casa de la calle Madre de Dios en el año 1941.

Esa iglesia que años más tarde yo frecuentaría con asiduidad, es la más antigua de la ciudad. Tiene anexa al cuerpo principal una torre de estilo mudéjar que era utilizada como minarete por los árabes que durante siglos dominaros aquellas tierras.

A esa torre que con el paso del tiempo fue reconvertida en campanario, subía yo junto con el campanero cuando éste iba a repicar las campanas para anunciar la celebración de algún evento extraordinario, ya que el toque de llamada a la misa diaria o a difunto, lo realizaba normalmente desde abajo mediante una cuerda que colgaba desde la menor de ellas hasta al suelo de la parroquia. Para mí resultaba un espectáculo ver como el hombre se subía y se bajaba de la más grande para poco a poco ir dándole impulso hasta conseguir voltearla y continuar empujándola después para que no perdiera velocidad y hacer que su sonido junto con el de las demás, que antes había puesto a girar, llegara acompasado, fuerte y vibrante a todos los rincones del barrio. 

A esa edad, mi asistencia al santuario estaba más bien motivada por los juegos que podía disfrutar en los salones que estaban a disposición de los niños que pertenecíamos a la “Acción Católica”.  

Otra actividad que me gustaba, y para la cual siempre me llamaba la “catequista” era  participar en la agrupación artística de la parroquia, que asiduamente y con motivo de cualquier celebración, siempre de cuño religioso, organizaba alguna representación teatral. El grupo debía ser razonablemente bueno, pues llegamos a representar algunas obras en el Palacio Arzobispal, en más de una ocasión, para el entonces Obispo de la ciudad. 

En aquellos “bonitos años” de mi infancia, veo a mis padres despertándonos muy temprano en época veraniega, para llevarnos a la playa, antes de ellos abrir la tienda diariamente, para que disfrutáramos del mar y de los benéficos primeros rayos de sol.

La visión de un tren y el paso lento del mismo dentro de un túnel que nos dio un tremendo susto, es una escena que no olvido, cuando mi padre y yo caminábamos por él para cortar camino y acceder a una playa muy concurrida y alejada de la ciudad, la playa del Peñón del Cuervo, que era muy frecuentada en días de fiesta, como la del 18 de julio, cuando les daban a los trabajadores una paga extraordinaria y las familias salían al campo o a la playa, para pasar el día bañándose y comiendo las viandas que ya llevaban preparadas desde casa.
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lunes, 5 de septiembre de 2016

Mis primeros pasos por el mundo (1)


Mis primeros pasos por el mundo (1)                                                                                                                  


El canto de una nana que mi madre entonaba para que yo me durmiera, provocaba en mí un sentimiento de tristeza que me acongojaba.

La nana es una canción del poeta García Lorca cuya letra empieza así: “Este niño chiquito no tiene cuna…”. Probablemente éste haya sido el comienzo de mi admiración por el poeta y por su poesía.

Pasado el tiempo, mis hermanos ya adolescentes, bromeaban conmigo recordándome esa nana que tanto me apenaba hasta hacerme llorar.

Esto se diluye en la memoria al recordar el impacto emocional que sufrí cuando vi a mi padre con un aparatoso vendaje que le cubría la mano derecha, que se había pillado al manipular un bidón lleno de aceite. La tremenda impresión que me llevé hizo que yo cayera desmayado, no sin antes sentir por primera vez y simultáneamente un extraño cosquilleo dentro de mi cabeza, un raro zumbido en los oídos y un súbito malestar en la boca del estómago.

Después me viene a la memoria mi paso por la “amiga”, una especie de jardín de infancia de la época, donde acudía diariamente con mi sillita, mi pizarrín y mi pizarra, en la que escribía los primeros palotes.

Por entonces yo tenía un perro con el que jugaba diariamente y no lo dejaba tranquilo ni a sol ni a sombra. Un día que íbamos a la playa el perro desapareció al paso de un tren. Yo lo buscaba desesperado y no lo veía por ninguna parte. Me dijeron que el suburbano lo había arrollado para que me quedara quieto. Pero yo no lo creía, pues no escuché al perro emitir ningún aullido, ni había rastro de sangre por allí.

Más tarde supe que un amigo de mis padres se lo había llevado en connivencia con ellos, para desengancharme del apego tan fuerte que tenía con el animal.

Pasado un tiempo sustituiría al perro por una gata que era muy cariñosa, y le gustaba dormir conmigo a los pies de la cuna.

El tiempo que yo pasaba en la tienda de mis padres era despachando arenques que por aquellos años la gente consumía bastante y, que yo despegaba una a una de la barrica de madera que las contenía perfectamente colocadas. Después las envolvía a mi manera en un papel de estraza. También jugaba sin parar con la bomba manual que medía el aceite, llenándola y vaciándola retornando al bidón el líquido que contenía.

Al cierre del comercio y camino de casa para comer, mi padre paraba en una taberna del barrio donde se tomaba una copa de vino y compartía conmigo una “tapa” de pulpo frito. A mi solía darme un huevo crudo en una copa con un poco de vino dulce que tomaba de un sorbo, porque decía que eso era un buen reconstituyente.

En aquellos años, mis primeros contactos con la Iglesia, devienen de la práctica de mis padres de acudir a la misa dominical y de la asistencia junto con ellos a las charlas, que misioneros jesuitas impartieron por todos los barrios de la capital y para las cuales, llegaron hasta construirse pequeñas capillas, como la que fue levantada en un descampado llamado “El Ejido”, para albergar a los fieles, y no tan fieles, que acudían casi por obligación.  

En el cierre de campaña de “Las Misiones”, que se celebró en el teatro Cervantes, participé en dicho acto recitando alguna poesía que la catequista de la parroquia me hizo aprender para tal fin.

Yo sentía curiosidad cuando acudía a los ensayos, por conocer los entresijos del teatro, con sus tramoyas, su candileja, el foso donde los músicos se sientan para tocar sus instrumentos, los camerinos, los decorados enormes de las representaciones teatrales profesionales y tantas cosas que eran completamente nuevas para mí. Muy niño todavía, recuerdo haber vuelto a ese teatro junto con mis padres para ver la representación de la zarzuela “Molinos de Viento”, cantada por el entonces famoso barítono Marcos Redondo.

En aquellos tiempos la gente más humilde se agolpaba a la puerta de entrada de los artistas a ese teatro para ver de pasar fugazmente, a aquellos que admiraban; pero que no podían pagar una entrada para verlos actuar o escucharlos de cantar.

Lo mismo ocurría con muchas personas que aprovechaban la tarde en que había corrida de toros para pasear y acercarse a la puerta grande de la plaza de “La Malagueta” para ver si sacaban a hombros a algún torero que hubiera hecho una gran faena en el ruedo.

Más tarde me echaron de un colegio privado por decir palabrotas, algunas irrepetibles y otras como “maricón el último”, a la salida de las clases; pero conviene aclarar que yo pasaba mucho tiempo en un barrio popular, donde mis padres tenían una tienda de “ultramarinos” y, mi contacto con los chiquillos era inevitable, motivo por el cual mi vocabulario era de lo más “pulido y exquisito”.
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