miércoles, 25 de julio de 2018


Ciega avaricia


¿Porque estaba inconsciente Khaterina Sukoba, la empleada del matrimonio Hanter, en el salón de la casa aquella fatídica noche del tres de mayo?


Damien Hanter no era millonario, ni empresario poderoso, pero su trabajo como asesor legal de varias de las empresas más importante del país, le llevaron a formar parte del equipo de gobierno de Theresa May.   


Se había doctorado en la disciplina de Ciencias Políticas habiendo compartido aulas en la Universidad y Cursos de Postgrado con insignes hombres de la vida pública del país británico.

Su paso por el Partido Conservador fue muy breve, pero el suficiente para conocer los entresijos de la trama burocrática de los estamentos gubernamentales.


De ahí su buena relación con los políticos del partido que gobierna, que se supone, le abrían las puertas de todos los Ministerios. Las malas lenguas decían que lograba esos contratos fantásticos para las empresas privadas que asesoraba gracias a su poderosa labia y a las generosas comisiones que iba dando a cada uno de los políticos involucrados en la adjudicación de cada obra.


Hacía meses que se estaba estudiando en el Ministerio de Fomento la construcción de una Refinería de Petróleo en el sur del país y a cuyo concurso se presentaron las más potentes empresas mundiales del sector. Todas estaban interesadas en obtener, como fuera y al precio que fuera, el contrato de dicha Refinería por lo que suponía para cada una de ellas el desarrollo de un proyecto de tal envergadura, tanto a nivel económico como tecnológico.


Para intervenir e influenciar en la decisión final de la adjudicación a favor de la empresa israelí Afek Oil and Gas; Damien Hanter fue requerido por esa compañía petrolera, conocedora del nivel de persuasión que este tenía con sus amigos políticos. Lo sondeó e sobornó soterradamente para conocer el montante mínimo por el cual la empresa podría concurrir sin caer eliminada de la pugna. Además de ofrecer en metálico y en dinero negro un cinco por ciento del montante final del presupuesto, que el mismo se encargaría de entregar inmediatamente en manos del tesorero para beneficio del partido y por ende de todos los altos cargos implicados en el proyecto.


Pero lo que verdaderamente le llamó la atención fue ver aquella fortuna que le ponía en las manos la empresa Afek Oil and Gas, que sería suficiente para vivir como un marajá en un país remoto el resto de sus días. Y no conformarse con la comisión final que se llevaría caso resultase ganadora la oferta de Petroleum Exxon o la de Mobil Aramco.

Así que decidió de la noche a la mañana fugarse con su mujer y su hija a una de las islas maravillosas del Océano Pacífico.


Cinco meses después de aquella huida en busca del paraíso, había cambiado varias veces de país y de identidad con el fin de que no lo encontraran y había ingresado previamente el dinero robado en territorio opaco al fisco.  


Bajo el ardiente sol de Rarotonga, ver a su mujer y a su hija, ajenas a sus tejemanejes, disfrutar del mar y del entorno selvático que los rodea, le causaba un placer indescriptible.


Hacía apenas un par de semanas que habían coincidido, en una jornada de buceo, con Christian y Hayden un joven matrimonio que estaban pasando su luna de miel en la isla; con los que ahora se relacionan amigablemente dada la compatibilidad de carácter y gustos que comparten.

Esta noche han quedado citados para cenar juntos, ya que pretenden celebrar el cumpleaños de Hayden en el restaurante The Mooring; un local lujoso próximo a la urbanización privada donde ellos tienen su vivienda habitual.

Al término de la cena, bien adentrada la noche, se despidieron afectuosamente quedando emplazados al día siguiente para realizar el circuito de senderismo conocido como Cross Island Trail.


Cuando el matrimonio Hanter llegó a su domicilio, antes de entrar a la habitación donde dormía su hija Amelie se dieron de bruces con la escena dantesca del cuerpo inerte de Khaterina y de la sangre que manaba de su cabeza.

Pero lo que congeló el ánimo de ambos fue ver que el cuarto estaba vacío, la ventana abierta y la niña había desaparecido.  

Sobre la mesilla de noche una escueta nota decía:

«Su hija está en poder del Mossad. Si quieren tenerla de nuevo junto a ustedes, devuelvan el dinero robado a la empresa Afek Oil and Gas». 

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jueves, 5 de julio de 2018


Remembranza                      Autor   Vespasiano                    30/05/2018  

Aquella noche el anciano soñó con antiguos caserones y ventanas atestadas de macetas floridas. Un niño extraía agua de un pozo que, en cántaros, trasportaba hasta la cocina. Allí una señora enlutada atizaba el fuego de una chimenea intentando calentar la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores.

Sus pasos le guiaron hasta la iglesia de San Miguel Arcángel, contemplando sobrecogido la belleza de su pórtico. En el interior se veía sentado junto a su madre, que le miraba con ternura, mientras cantaba algún himno eucarístico acompañado por la música de un órgano vetusto.

El anciano continuaba mezclando imágenes; ahora veía un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor, vestido con zamarra, que se paraba a la entrada de la taberna, pidiendo que le sirvieran una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.

Después su caminar le llevó hasta las tapias de un cementerio. En el interior del camposanto su subconsciente le mostraba fugazmente, como un espectro, el rostro de una anciana; mientras un nutrido grupo de personas iban siguiendo su féretro, acompañando a un cura en sus plegarias.

A la mañana siguiente, su hija, al no verlo en el jardín, le buscaba preocupada:  

—¡Papá! ¿Por dónde andas?

—¡Aquí arriba, hija! Ahora mismo bajo.

—¡Ten cuidado con la escalera!

—No te preocupes, estoy con Damián.

Buscaba en el interior de un mueble desvencijado aquella caja de hojalata, medio oxidada por el tiempo, llena de retratos antiguos que él había contemplado muchas veces, junto a su nieto, con expresión medio ausente.

Pasando las fotos una a una, le volvían a la memoria sus vivencias en aquel país que tan bien le acogiera allá por el año sesenta; la oportunidad que tuvo de cursar una carrera universitaria, y los logros profesionales que consiguió dentro de la industria del automóvil; la felicidad del nacimiento de sus hijos y la alegría que le produjo la compra de su primer coche de segunda mano: un Peugeot 203 del año mil novecientos cincuenta y tres.

De repente el nieto interrumpe los recuerdos del anciano, revolviendo con sus manos las fotos de la caja, cogiendo una al azar:  

—¡Mira, abuelo! Esta es mamá cuando era pequeña.

—¡Sí hijo! ¡Has visto cómo era guapa!

—¡Oye, mira esta otra! ¡Es la abuela conmigo en brazos!

El anciano continuó mirando las fotos, deteniéndose por más tiempo en aquellas que estaban en blanco y negro, mientras el nieto se entretenía con algún juguete mutilado.

«¡Carmen, cariño! Qué noviazgo más bonito tuvimos ¡Qué tardes de enamoramiento, cuando paseábamos por el Parque cogiditos de la mano!»

«Y aquí, ¡Como estabas guapa el día de nuestra boda!»

«¡Qué bien te quedaba aquel vestido que te hiciste para la comunión de Julián!».

«¡Mira! ¡Mira cómo se relamía el niño con la tarta! ¡Cómo nos reíamos al verle la nariz embadurnada de nata!»

El pequeño se acercó nuevamente al yayo y sacó de la caja una instantánea de su tío Julián vestido de militar.

—Abuelo, ¿por qué no hay ninguna foto tuya vestido de soldado?

—¡Porque no me gustaban, ni me gustan, las armas ni la guerra!

—Pero… Por entonces, ¿no era obligatorio ir a la mili, abuelo?

—¡Sí! Pero yo me fui de España antes de que me alistaran. Aproveché que entonces los españoles emigrábamos a cualquier lugar del mundo; y fue mi suerte porque en el barco, durante el viaje que duró diez días, conocí a tu abuela.

Diciendo esto le asaltó en su cerebro la visión de aquella chica vestida con un abrigo rojo, que tanto le llamó la atención, cuando tuvieron que ir al Obispado de la Diócesis a la despedida que el Obispo de la ciudad dedicaba puntualmente a aquellos emigrantes que, hornada tras hornada, abandonaban su tierra en busca de mejores oportunidades de trabajo. Exhortándolos a que fueran buenos cristianos y dejaran bien alto el pabellón de España.

El viejo continuó con sus pensamientos: «Julián, ¡qué trabajo y qué malas noches nos diste, cuando te enganchaste a la maldita droga!». «¡Qué tormento cuando te veíamos sufrir con “el mono” y no sabíamos cómo ayudarte!». «¡Gracias al tesón de tu madre y a tu fuerza de voluntad, conseguiste salir adelante!».

«Hoy, podemos dar gracias a Dios, por la familia tan bonita que tienes y por habernos regalado a Raquel y al pequeño David, que son una bendición del cielo».

De repente la voz de la abuela les emplazaba para la comida, interrumpiendo los juegos del niño y los recuerdos del viejo.

Bajaron los dos del desván, dispuestos a almorzar con toda la familia reunida aquella tarde de domingo. Mientras saboreaban la suculenta paella de mariscos, el abuelo pidió:

—Hija, quiero que las fotos antiguas que guardas en aquella lata, las enmarques y las pongas en nuestra habitación —añadió cogiendo la mano de la abuela—, por si un día ya no pudiéramos subir más las escaleras.

—No te aflijas por eso, papá. —respondió la hija tratando de animarle.                      

—Pero quiero que sepáis que hay una imagen que no se me va a borrar de la cabeza. Aunque no haya ninguna foto de eso, nunca olvidaré la figura tan bonita de vuestra madre resaltada por aquel vestido negro y su cara tan radiante cuando la llevé, en un día de su cumpleaños, al “Corral de la Morería” para que viera y escuchara de cantar al “Camarón de la Isla” qué tanto le gustaba. Al término del espectáculo —continuó diciendo—, aquella madrugada en el viaducto de Bailén, con la panorámica de los jardines de Las Vistillas y el paseo de Extremadura iluminados bajo nuestros pies, me dijo:

—¡Gracias! Por la noche tan bonita que me has regalado.

Allí mismo, sin importarme la presencia de algunos viandantes, le di el beso más apasionado que recuerdo y que guardaré con cariño en mi corazón y en mi retina mientras viva.   

 

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domingo, 1 de julio de 2018



El hombre afortunado.      Autor: Vespasiano      30/06/2018


Llevaba un hacha en la mano. Se le veía sudoroso y cansado, no en vano había estado toda la mañana troceando los troncos de árboles que días atrás había estado cortando con la sierra mecánica que diestramente manejaba. También, ¡después de tantos años trabajando como Bombero en el Condado de Madera!

Peter Sanwis, sabía  por las noticias difundidas por la radio; que a pocos más de cincuenta kilómetros de su cabaña a orillas del lago Bass, el fuego había afectado mayoritariamente zonas de bosque y matorrales del Parque Nacional Yosemite en California.

También sabía que, concretamente, en aquel lugar del Parque estaban alojados, junto con sus familias, de manera provisional un contingente de trabajadores indígenas mejicanos, principalmente guanajuatenses, que trabajaban en las plantaciones agrícolas así como en la deforestación del Parque, asolado en esas fechas del mes de julio por una larga sequía, unida a unas insólitas altas temperaturas.

Había visto, en sus largas caminatas por las rutas senderistas, como estos trabajadores vivían agrupados en caravanas y viviendas prefabricadas en unas condiciones precarias de insalubridad y de alimentación. Algunos de ellos tenían una familia compuesta de varios miembros entre los que destacaban chiquillos de corta edad que habitualmente deambulaban libremente en ausencia de sus padres y sin los cuidados de sus madres, dedicadas a las tareas domésticas y vigilancia de los más pequeños. 

Sin pensarlo dos veces subió a su vehículo todo terreno y se dirigió rápidamente por vericuetos increíbles, de difícil acceso, pero que él muy bien conocía, hacia Laikeshores donde estaba instalado el campamento base, ahora amenazado por las llamas.

Mientras tanto la radio del coche informaba:

“El foco del incendio está situado en el pequeño núcleo poblacional de Old el Portal al oeste del Parque Yosemite”, donde muchos trabajadores indígenas se han visto rodeados por las llamas”. “El fuego avanza rápidamente y ha sorprendido a los bomberos que pretendían llegar en auxilio de esos trabajadores que limpiaban los senderos y cañadas próximos a la  localidad de Oakhurst”. Cuando los bomberos han accedido al lugar, se han encontrado con tres camiones y varios vehículos todoterreno completamente calcinados”. “En vista del cambio de la dirección del viento, desde el puesto de coordinación, el comandante jefe del operativo ha recibido la orden de ir en ayuda de las familias de esos trabajadores que están instalados provisionalmente en zonas de acampada del Parque para desalojarlos”.

Peter Sanwis, ahora jubilado, lejos de arredrarse pensaba mientras conducía: «Tengo que ayudar a esas pobres criaturas». «Tengo que colaborar con mis antiguos compañeros».

Pero si el vehículo corría todo lo que le permitía lo escarpado del terreno, el fuego se propagaba más rápidamente.

Veía a través de las sucias ventanas del coche, por encima de su cabeza, las fulgurantes y amenazantes llamas descendiendo de las laderas de la Sierra National Forest acercándose al campamento.

Próximo a la zona amenazada el intenso humo desprendido de la ignición de la resina de los árboles se dejaba sentir tornando casi irrespirable el aire.

El calor resecaba su garganta, pero siguió adelante con la intención de llegar cuanto antes para ayudar a quien pudiera, antes de que fuego los achicharrara.

No había alcanzado aún los límites del Campamento, cuando llegó hasta el vehículo el sonido de un enorme griterío. Al doblar el último recodo del sendero el corazón se le encogió; a pesar de la poca visibilidad pudo ver a un sinfín de criaturas que corrían desesperadamente de un lado para otro procurando reunir a los miembros de la familia o buscando una salida para huir de semejante infierno.

«La había visto en una de sus excursiones; tenía una carita inocente donde dos velas de moco, le asomaban por su nariz. Caminaba descalza y su vestimenta bien ajada denotaba una falta de cuidado corporal. Sus ojos grandes y negros le miraron con ternura. Él se detuvo sacando de su mochila una tableta de chocolate, que le ofreció. Esta le dio las gracias cogiéndola con avidez y se alejó dedicándole la más cariñosa de las sonrisas».

Detuvo el vehículo y descendió de él apresuradamente. Se dirigió al maletero y sacó de allí un megáfono. Empuñó de nuevo el hacha en su mano diestra y corrió al encuentro de aquellas mujeres que aterradas no sabían hacia dónde dirigirse cargando en sus brazos a las criaturas más pequeñas mientras los chiquillos que podían andar se agarraban fuertemente a las faldas de su madre.

Peter Sanwis les informaba por medio del megáfono que deberían coger toallas empapadas en agua y que se taparan la nariz para que pudieran respirar sin inhalar el humo sofocante que les estaba afectando a los ojos haciéndoles llorar.

Con gestos ostensibles les mostraba el camino que deberían seguir entre los árboles para alejarse de allí.

El fuego había llegado a las viviendas situadas en un extremo del campamento, desde allí venían mujeres que gritaban desesperada: «Hay niños dentro de las viviendas y las puertas están trancadas».

Peter Sanwis  indagó con una de las mujeres:

—¿Por qué están solos?

—Sus madres han salido esta mañana para comprar en el mercado de Big Creek —le respondió la mujer.

Para las casas incendiadas se dirigía Peter cuando los primeros vehículos del Cuerpo de Bomberos de Fresno llegaban al escenario dantesco. El jefe de la patrulla reconoció al instante la figura de Peter recriminándole su actitud:

—¡Peter, ya estamos aquí! ¡Vuelve a tu coche y lárgate! No tienes el equipamiento adecuado para intervenir en un incendio de esta magnitud.

Volviendo hasta el coche del que había bajado, el jefe de la patrulla sacó de él una máscara antigases y un casco ofreciéndosela al antiguo compañero:

—¡Ponte al menos esta máscara, insensato! ¿A dónde vas sin protección?  ¡Lo mejor que puedes hacer es marcharte de aquí antes de que el humo te llene los pulmones!

Peter se colocó la máscara y haciendo caso omiso de las advertencias del compañero, continuó avanzando hacia las viviendas afectadas por el fuego. Muchas de ellas tenían la  puerta abiertas de par en par, señal inequívoca de que habían sido desalojadas. Pero otras, tal como había anunciado la mujer, se encontraban con las puertas cerradas.

Para allí se dirigió diligente, junto con otros Bomberos, dispuesto a derribarlas y rescatar   a quien pudiera estar encerrado en semejante ratonera.

Blandiendo el hacha con fuerza y destreza Peter golpeaba la cerradura de la puerta de cada casa que se encontraba en su camino arrancándola de cuajo penetrando en  ellas y rescatando a los que allí indefensos se encontraban.

La oscuridad propiciada por el denso humo hacía casi imposible detectar la presencia de alguna persona que estuviera dentro del habitáculo.

Gracias a la linterna que el casco lleva acoplada, puede distinguir  tenuemente en un rincón de la habitación la figura encogida de una criatura pequeña que llora desconsoladamente llamando por su madre.

La cogió entre sus brazos y salió presuroso teniendo cuidado para no tropezar con los muebles que ardían en el interior de la casa.

Una vez en la calle pudo reconocer a la niña que tiempo atrás le había dedicado aquella sonrisa estremecedora.

—¡No llores pequeña! Yo cuidaré de ti —dijo antes de dejarla a buen recaudo con uno de los brigadistas voluntarios.

 

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