domingo, 29 de octubre de 2017

Paraty


Paraty, el encanto colonial

Es una de las pocas ciudades brasileñas que aún conserva intacto el patrimonio colonial que dejaron allí los portugueses durante el tiempo de reinado del Emperador Don Pedro I.

Esta ciudad fue fundada y poblada entre 1553 y 1560, bajo el nombre de Vila da Nossa Señora dos Remedios, como ciudad vinculada al comercio del oro y del café.

Las calles empedradas, que no adoquinadas, del casco antiguo están dispuestas en damero (cuadrícula regular), donde está prohibido el paso de cualquier tipo de vehículo motorizado. Estas calles están situadas a un nivel inferior del que alcanzan las mareas en la pleamar, de manera que cuando el agua del mar alcanzaba su mayor nivel, esta inundaba las calles limpiándolas de residuos que eran arrastrados hacia el mar cuando la marea bajaba.

Actualmente las entradas del agua del mar están cerradas de manera que impide que estas inunden las calles como antiguamente. La limpieza se hace como en cualquier ciudad del mundo con los medios adecuados.

A pesar de haber vivido en ese país durante diecisiete años, conocí esa ciudad en un viaje de vacaciones que hice, años después, con mi familia desde España allá por el año 2007.

Veníamos haciendo una ruta por el Estado de Minas Gerais; habíamos visitado las ciudades de San Lorenzo y Caxambú, balnearios de aguas termales y curativas que por esas latitudes proliferan, cuando decidimos, por acortar camino, atravesar el parque natural de la Sierra da Bocaina bajando hasta el litoral carioca del Estado de Rio de Janeiro.

Lo que no sabíamos es que aquella carretera estaba prácticamente intransitable y mucho más después de algunos días de lluvias torrenciales como los que habían sucedidos algunos días antes de nuestro paso por allí.

El deterioro de la calzada nos cogió de sorpresa ya que algún malintencionado o desconocedor de su mal estado, nos asegurara que el camino era el idóneo para hacer la travesía más corta hasta la playa.

Un cartel situado a la entrada del desvío que nos sacaría de la estrada nacional avisando de la precariedad del pavimento, no fue suficiente para que nos diera tiempo a reaccionar y volver.

En un santiamén nos vimos descendiendo por una brusca pendiente, donde resaltaban las grandes piedras que brillaban por el agua y el barro que las cubría y donde el asfalto brillaba por su ausencia. La carretera estrecha nos impedía maniobrar el vehículo para retornar y el fuerte repecho que tendríamos que arremeter nos parecía imposible de salvar sin que el vehículo derrapara con el consiguiente peligro de despeñarnos ya que el camino carecía por completo de quita miedo o de alguna protección.

Así que nos encomendamos a Dios y a nuestra buena suerte y decidimos continuar el camino. La bajada por aquella sierra resultó super emocionante y no exenta, en algunos momentos, de temor cuando entonces decidí bajarme del coche y caminar delante del mismo orientando a mi hijo, que lo conducía, indicándole el sitio más conveniente para pasar sorteando las gruesas piedras que golpeaban en los bajos del vehículo con el riesgo inminente de que se produjera la rotura del cárter, decidiendo en el momento si era preferible “escalar” alguna de aquellas piedras o arriesgar metiéndonos en algún boquete.

Tampoco fue fácil salvar los cráteres que la lluvia había provocado en el camino; en muchas ocasiones alguna de las ruedas resbalaba de encima de las piedras y caía bruscamente en un hoyo.

En una de estas sacudidas sucedió aquello que no deseábamos, un pinchazo inoportuno nos obligó a detener la marcha y realizar el cambio de neumático en las peores condiciones posibles.

La irregularidad del camino hacía difícil encontrar un sitio llano donde colocar el gato para levantar el coche.

Estando realizando esa maniobra de cambio del neumático, un vehículo todo terreno perteneciente al Parque Natural subía la sierra en trabajos de inspección del estado de la carretera. Los ocupantes nos informaron que algunos kilómetros más adelante la carretera mejoraba considerablemente. Noticia que nos animó a seguir adelante con la aventura.

Llegamos a Paraty con el vehículo lleno de barro hasta el techo y con los cristales sucios hasta el punto de tener la visión de la carretera muy disminuida. La hora era intempestiva y los restaurantes ya habían cerrado sus cocinas, así que tuvimos que conformarnos con comer una hamburguesa en uno de esos locales tan conocidos que las venden y que proliferan por todas las ciudades del mundo.

Una vez que hubimos aplacado el hambre buscamos una posada donde pernoctar los días que teníamos previsto quedarnos en aquella ciudad.  Encontramos una próxima al núcleo urbano histórico, donde en esa calle era posible circular con el coche y donde pudimos aparcar el vehículo para bajar nuestros equipajes.

La posada tenía un nombre poco original: “El coco verde” pero estaba bien equipada de servicios.

Las habitaciones eran amplias, las camas limpias y confortables y el baño bien provisto de todos los servicios adecuados, y el desayuno que servían era de calidad y abundante.

Aquel día madrugamos con la intención de hacer un paseo en barco por la bahía de Paraty repleta de pequeñas islas. Concretamente son más de cincuenta.

Durante la travesía pudimos ver, saltando del agua, cantidad de peces voladores y delfines que nadaban junto al barco acompañándolo en su singladura.

También durante el trayecto, sentados cómodamente en la cubierta del buque y protegidos del sol por un extenso toldo, pudimos saborear algunas caipiriñas y aperitivos que nos sirvieron.

Por el camino pasamos muy cerca de algunos islotes en los que había construidas lujosas mansiones. Nos informaron que dichas construcciones eran de propiedad particular y que sus dueños tenían alquilado al estamento competente, por un tiempo limitado, dicho islote.

Al cabo de una hora de navegación avistamos la isla que iríamos a visitar. El buque se aproximó lentamente y fondeó echando el ancla cerca de la playa.

El barco, tipo velero (allí le llaman escuna),  permaneció anclado durante un largo tiempo mientras nosotros pudimos saltar al mar para bucear y hacernos fotos submarinas rodeados de los peces que previamente habían sido atraídos por el pan desmenuzado que los tripulantes arrojaban desde el barco.

Después de este fantástico chapuzón, los que quisimos acercarnos a la playa, lo hicimos montados en una lancha zodiak que el barco llevaba acoplada y que estaba disponible para uso de los excursionistas.

La operación de saltar desde el barco a la lancha, resultó un poco complicada ya que era difícil de realizar debido al movimiento de ambas embarcaciones y la posibilidad de caernos al agua en él intento. El principal temor no era caernos al agua, cosa que ya habíamos hecho antes, sino caer con las cámaras de video o fotográficas que llevábamos a cuestas con la intención de tener un recuerdo de aquel fantástico lugar.  

El paseo por aquella playa desierta fue una auténtica delicia. Cangrejos de color rubio se camuflaban con el color de la arena que crujía a nuestro paso. Estos crustáceos haciendo hoyos en la arena se escondían rápidamente de nuestra presencia.

De vuelta al velero, nos sirvieron una comida excelente a base de pescado bien condimentado acompañado de fresca cerveza; después unos postres excelentes dieron colofón a una comida diferente en un medio natural tan exuberante donde la frondosa vegetación de varias tonalidades verdes, tan próxima a la playa, nos causaba una sensación de paz indescriptible.

Po la tarde realizamos una incursión en otra de las islas situada dentro del recorrido turístico, pero ya sin tanta emoción como la que sentimos en la primera parada.

De regreso a Paraty, pudimos disfrutar de una bonita puesta de sol ya próximo a los embarcaderos de la ciudad.

De vuelta a la posada, un baño reparador nos devolvió la fuerza necesaria para enfrentar una apacible velada con cena amenizada con música autóctona en el restaurante “Casa do fogo”. Después unas copas en “Margarida Café” completaron aquella bonita noche tropical a la vera del mar.

Los días siguientes los dedicamos a recorrer y visitar lo que allí hay de interés cultural: la Iglesia de Santa Rita de 1722 o la de la Señora de los Remedios, reconstruida en 1873. El Museo de Arte Sacro o las ruinas del fuerte Defensor Perpetuo.  

Visitamos también como curiosidad típica varias destilerías de aguardiente, y sus alambiques. Actividad esta que viene desarrollándose desde el año 1600, debido al cultivo de la caña de azúcar que junto con el café eran los recursos agrícolas.

Recorriendo sus calles y fotografiando sus coloridas casas típicas donde pueden apreciarse en sus fachadas símbolos masónicos, transcurrió la tarde del último día que allí estuvimos. Y como no, aprovechamos para comprar algunas botellas de “cachaça” de alambique, tan buena al paladar como el mejor Wyski escocés.

El regreso hasta la ciudad de Sao Paulo, lo hicimos por la carretera antigua que bordea todo el litoral en vez de coger la autovía denominada “Via Dutra” que une las ciudades de Rio de Janeiro y Sao Paulo, por donde discurre el tráfico rodado de miles de camiones que unos tras otros al anochecer invaden los carriles de dicha autovía resultando casi imposible maniobrar para acceder al carril derecho, obligándote a circular constantemente por el carril izquierdo a la máxima velocidad posible ya que el vehículo que te precede te pisa literalmente los talones.

La conducción en dichas condiciones se hace agobiante y conlleva a un punto de atención y concentración que es difícil de mantener durante al menos cinco horas que el tiempo que se tarda en alcanzar las dos ciudades más importante de Brasil.

Debido a esos inconvenientes optamos por circular por la carretera antigua donde la panorámica de la costa es maravillosa.

En contrapartida dicha carretera cruza muchos pueblos y localidades turísticas, lo que condiciona el límite de velocidad al circular por sus calles, añadido al inconveniente de los resaltos colocados en la carretera a la entrada de cada pueblo, que obligan a reducir la marcha hasta los treinta kilómetros por hora, so pena de dejar en la carretera los amortiguadores del coche hecho polvo.

De esta manera pudimos volver a ver poblaciones ya conocidas por nosotros como Guarujá; Sao Sebastián o Ubatuba, ciudades estas ya ubicadas en el litoral del Estado de Sao Paulo.

En ese trayecto de trecientos treinta kilómetros, no podíamos dejar de visitar a nuestra sobrina Katia que vive en la ciudad costera de Bertioga. 

Volver a transitar por aquellas calles sin asfaltar, rodando por encima de arena de playa nos hizo retroceder a nuestra estancia por aquellos lares treinta años atrás cuando íbamos a acampar a la playa de Periqué.

El recorrido nos llevó hasta la ciudad portuaria de Santos en el litoral paulista después de una travesía, con el coche incluido, a bordo de un ferry, donde disfrutamos junto con nuestros primos de la extraordinaria “Playa Grande” y de sus restaurantes y chiringuitos diseminados a lo largo de sus quince kilómetros de aguas increíblemente transparentes, y que tantos y bonitos recuerdos nos traía de los años vividos en aquel país.

Y así culminaron aquellos días de vacaciones, por tierras del Estado de Minas Gerais; de Rio de Janeiro y de Sao Paulo, antes de seguir el viaje con destino a las cataratas de Iguaçú. Pero esa es otra historia que contaré otro día.      
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