domingo, 14 de febrero de 2016


El último beso

La precaria situación económica de muchos países europeos, a finales del siglo diecinueve, obligó a miles de personas a emigrar para encontrar mejores oportunidades de trabajo.

Después de una larga travesía, llena de vicisitudes, logró arribar al puerto de destino la embarcación que llevaba a la familia de Miguel. Éste tenía tan solo dos años de vida.

Un día jugando con su hermano se bajó del tranvía en marcha, cayendo al suelo con tan mala fortuna, que una de las ruedas le pasó por encima amputándole la pierna derecha a la altura de la rodilla.

Pasado el tiempo aprendió la profesión de sastre y se estableció como socio en un taller de costura junto a un prestigioso alfayate italiano.

Como por entonces su situación económica se lo permitía, decidió viajar para visitar a sus abuelos que en su tierra habían quedado.                                                                      

En su pueblo natal conoció a una joven con la que quedó comprometido. La que más tarde fue su mujer y con la que tuvo una hija.  

Pero aquellos años fueron muy duros para la inmensa mayoría de los trabajadores. Los pescadores y los campesinos de su pueblo también mal sobrevivían con los míseros jornales que cobraban y con la precariedad del trabajo al cual podían tener acceso. El caciquismo imperaba en el campo, y los terratenientes mantenían sin cultivar sus fincas haciendo que los braceros formaran una legión de parados miserables.

Con la llegada de la República muchas cosas se quisieron cambiar en poco tiempo, pero se encontraban siempre y sistemáticamente con la férrea oposición de la oligarquía que boicoteaba cualquier ley que intentara mejorar las precarias condiciones de la clase obrera, y que entre otros estamentos la Iglesia Católica justificaba esa situación calamitosa como un mal necesario para el mantenimiento del sistema conservador en el que querían vivir.

Frente a la pobreza, el Gobierno de la República se sirvió de Juntas de Socorro, que crearon comedores de caridad para mitigar el hambre de campesinos y pescadores y evitar que estos mismos violentamente conspiraran contra los elementos pudientes, distribuyéndose de forma racionada, a veces mediante vales para los más pobres, alimentos y artículos de primera necesidad.

Miguel, sin estar encuadrado en ningún partido político, en la pequeña ciudad donde ejercía su profesión, fue requerido para ser presidente de un Comité de Enlace del Frente Popular.

La situación económica y social del país, así como el fuerte poder de la Iglesia Católica y la enorme influencia que ésta ejercía sobre gran parte de la población, aliada a la fortaleza de las clases pudientes y el apoyo de los militares a esta clase dominante, impidieron que las reformas de educación, agraria, etc. se pudieran llevar a cabo.

Por eso no fue posible consolidar el Gobierno de la República. Cualquier ley promulgada era boicoteada sistemáticamente por las clases dominantes y la enorme intransigencia por ambos lados, dieron lugar a que sucedieran los hechos tan crueles que todos conocemos.

Un puñado de militares subversivos se levantó contra el Gobierno de la República invadiendo la península con tropas reclutadas de las posesiones que España mantenía en África. 

Los habitantes de los pueblos ribereños del sur de España, ante el avance de las tropas golpistas y el temor de represalias por parte del ejército rebelde, abandonaron sus hogares y sus pertenencias. Cada cual utilizó loa medios que tenía disponible, siendo que la inmensa mayoría, indefensos y despavoridos, lo hizo a pie por la carretera que bordea la costa, cuando entonces fueron bombardeados por los buques de la Marina española y por la aviación italiana que ayudaban a los rebeldes.                                                                                                                                                     

Miguel y su familia consiguieron huir en un camión repleto de gente dentro del cual recorrieron la zona castigada por las bombas. Muchas veces tuvo el conductor que refugiarse dentro de los túneles que por aquel entonces había en la serpenteante carretera, para protegerse de los ataques que desde el mar les lanzaban los barcos enemigos.

Lograron sobrevivir durante toda la contienda alojados en un colegio hospital regentado por religiosos protestantes de nacionalidad británica, donde su mujer trabajó lavando las ropas de las camas y la de los chicos allí recogidos que habían perdido a su familia, hasta el final de la guerra.

Animados por la promesa y el edicto promulgado por los vencedores que decía: “Las personas que no tengan delitos de sangre cometidos en la retaguardia de las ciudades y pueblos que se mantuvieron leales al Gobierno de la República podrán regresar a sus lugares de origen sin temor a represalias”, decidieron volver a su pueblo natal para reiniciar sus vidas.

Fue detenido por la policía secreta dentro del tren que les llevaba de vuelta a su casa. Le pidieron salvoconductos, que él no tenía, para moverse libremente por lo que fue inmediatamente esposado y llevado lejos de la presencia de su familia. Ante aquella situación de violencia su pequeña hija se orinó encima del miedo que había pasado, llorando la ausencia de su padre.

Viendo la constitución física de aquel hombre no podría uno imaginárselo teniendo participación activa en cualquier frente de batalla manejando un fusil, ni alentando a las “hordas” a cometer desmanes y a quemar las Iglesias.

Tuvo un sumarísimo juicio militar sin ninguna posibilidad de defensa donde fue condenado. Recluido en la cárcel llegó a ser torturado. Cayó al suelo cada vez que lo golpearon ya que no pudo mantenerse en pie a causa de su minusvalía. Una de sus piernas era una precaria y rústica prótesis de madera que él amarraba por medio de un correaje para fijarla a la cintura. Además le era necesario ayudarse de un bastón para caminar y mantenerse en equilibrio.

Aquel miércoles, como hacían cada semana, la niña pudo ver por última vez a su padre en la celda de la cárcel; le llevaron algo de pan tierno, un poco de tocino fresco y algunas naranjas. Al despedirse éste le abrazó con tal fuerza que casi le crujieron los huesos al tiempo que recibió en su frente un beso lleno de ternura, mientras lágrimas le resbalaban por el rostro.

A la semana siguiente la niña le dijo a su madre:

—¡Hoy es miércoles! ¿No vamos a ver a papá?

—¡No hija, no! ¡Hoy iremos a la iglesia! El Obispo nos ha ordenado ir a la misa que se va a celebrar para la “redención de los rojos”.  

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