jueves, 15 de marzo de 2018


MI PRIMER TRABAJO EN MADRID

Autor   Vespasiano                                         

El viaje desde Málaga lo hicimos en el tren los tres compañeros de la escuela de formación, que teníamos la misma profesión y que habíamos sido contratados para trabajar en aquella fábrica.

Para poder viajar a Madrid tuve que llevar conmigo una autorización de mi madre (tenía tan solo quince años), ya que era normal en la época que la policía pidiera la documentación dentro del tren y durante el trayecto a todos los viajeros.

Llegados a la capital, fuimos a parar a una pensión en la calle San Marcos. A un edificio reformado que anteriormente había sido un famoso burdel conocido como “el cuartel general”.

Por entonces Villaverde era un pequeño pueblo industrial de la periferia de la capital. Allí estaba ubicada la fábrica en la que teníamos que presentarnos al día siguiente, en el edificio principal de la empresa. Aquella mañana mis nervios estaban a flor de piel, pues como era lógico desconocía la rutina del día a día dentro de una fábrica. También sentía curiosidad por conocer la máquina en la que tendría que operar; el tipo de trabajo a realizar y las dificultades que encontraría para alcanzar el nivel que la empresa me exigiría.

Después de la identificación, tuvimos que esperar en el Departamento de Personal, para firmar el contrato. Acabados estos trámites iniciales, fuimos a los vestuarios, donde cambiamos la ropa de calle, por el sufrido mono azul.  

El trabajo que tendría que realizar era muy variado, al tratarse de un taller de utillaje y no de un taller de producción, donde la labor es repetitiva.  

En el taller todas las operaciones tenían que realizarse dentro de un tiempo preestablecido. Este requisito me trajo por la calle de la amargura durante mucho tiempo, ya que no conseguía realizar la tarea en menos tiempo del estipulado y como consecuencia no conseguía ganar ningún dinero en concepto de prima. Solo sacaba el jornal pelado.

El traslado diario de Madrid hasta la planta, lo realizábamos en un tren que partiendo de la estación de Atocha transportaba operarios de las fábricas instaladas en Villaverde Bajo y Getafe. Para viajar en este tren, sin pagar el billete, la empresa nos facilitaba mensualmente una tarjeta individual que teníamos que presentar a cualquier revisor o factor, empleado de Renfe, que lo demandase.

El tren en el que íbamos, para no tener no tenía ni luz ni calefacción, los vagones tenían los asientos de madera pegados a los laterales del vagón y en otra fila central con asientos a ambos lados, donde viajábamos pegaditos unos con otros, arropados para mitigar el frio y el aire que se colaba por las rendijas que había entre el cristal de la ventanilla y el marco de la misma.

Cuando llegó diciembre de mil novecientos cincuenta y siete, con permiso de la empresa, fui a Zaragoza para competir en el Concurso de Aprendices a nivel nacional, para representar a mi Escuela de Formación, ya que había ganado en el mes de junio, el concurso en Andalucía.

Los primeros meses en la empresa pasaron muy deprisa, quizá porque el maestro del taller estaba de baja por enfermedad y por consiguiente no venía a trabajar.

Cuando este hizo acto de presencia , no debía de hacerle mucha gracia, que yo no alcanzara los topes, o no sé que era, pero yo no le caía muy bien.

El control que ejercía sobre mí era exagerado. En una ocasión, trabajando en una fresadora de muy superior potencia a la que yo estaba habituado, y que sí era totalmente automática; al accionar un movimiento de acercamiento rápido de la herramienta hacía la pieza a mecanizar, no controlé bien distancia y velocidad, dando como resultado que la fresa chocara violentamente contra la pieza, provocando la rotura de la herramienta. Ni que decir tiene que el premio fue, dos días suspendido de empleo y sueldo.      

Durante dos años estuve como oficial de tercera y mi máquina durante ese tiempo, fue una pequeña fresadora no totalmente automática que se accionaba desde el motor por medio de una correa de cuero. Solo la mesa o bancada principal tenía la posibilidad de avanzar y retroceder automáticamente. Así que entre los paros por rotura de la correa de cuero; la poca potencia de la máquina; su falta de automatismos y a mí todavía poca experiencia profesional, no conseguía acabar los trabajos antes del tiempo previsto.

Contrastando con esta actitud del maestro del taller, yo recibía toda la ayuda necesaria de mis compañeros de profesión. En más de una ocasión me dieron el material necesario, para repetir el trabajo que había estropeado, por colarme en las medidas de la pieza que siempre eran de una precisión elevada al tratarse de matrices y machos que debían de ajustar perfectamente.

Justo detrás de mi máquina estaba la que operaba el hijo del maestro, que tan malos ratos me hacía pasar. Mi relación con él era muy superficial, limitándome a mantener con él una política de buena vecindad, pero sin llegar a más. Además recuerdo no sin envidia los sábados, día de cobro, cuando este señor oficial de primera, me enseñaba su sobre donde se reflejaba el dinero conseguido como prima, por la ejecución de los trabajos realizados en un tiempo inferior al establecido y por “los puntos” que cobraba por los hijos que tenía.

Nosotros comíamos diariamente dentro de la fábrica, en los comedores que había para uso de los trabajadores.  

Desde el primer momento que pasé por el comedor, una chica de las que preparaban y limpiaban las mesas, muy bonita y quizá un poco mayor de la edad que aparentaba, me gustó mucho. Esto se debía de notar demasiado, porque a partir de aquí los compañeros me ponían en un aprieto achuchándome para que le tirara los tejos a la muchacha, haciendo que me ruborizara en su presencia.

Aunque me gustaba mucho, mucho me costó también en tiempo y coraje, decidirme a pedirle para salir; pero me dio calabazas, ya que ella era mayor que yo, que a la sazón tenía la friolera de quince cándidos añitos.

La comida la teníamos que coger de los mostradores donde estaban expuestas y llevarlas hasta la mesa donde comíamos. Un hecho que pasado el tiempo me llama la atención, era que vendían para consumo durante las comidas, bebidas alcohólicas. Pues choca frontalmente con cualquier concepto de seguridad en el trabajo.

También debo decir que la calidad de la comida me parecía excelente, volviendo a mi memoria las albóndigas y las patatas fritas, que tanto me gustaban.

El precio de la comida era muy barato en comparación con el que pagaba en un restaurante económico de la calle Pelayo, donde acudía diariamente a cenar y los domingos a comer. Casi siempre, en aquel restaurante, las mesas estaban ocupadas pero por entonces era habitual compartir la mesa con otros comensales aunque no los conociera. De esta forma acabé congeniando con algunos de ellos hasta formar un grupo muy unido que pasábamos horas frecuentando una cafetería del entorno, donde jugábamos animadas partidas de dados los fines de semana.

Pasado el tiempo me fijé en otra chica que trabajaba en la empresa, en alguna línea de montaje, no sé cuál, porque yo solo la veía en el tren a la salida del trabajo. Esta chica no era más bonita que la del comedor, pero sí tenía un cuerpo mejor formado que aquella, donde realzaba un bonito trasero y unos pechos no grandes pero que yo imaginaba muy firmes.

Nunca me hizo caso, ni en broma ni en serio, a pesar de haber ido con ella a excursiones por la sierra de Madrid; a guateques; a bailes en salones; a cumpleaños. Pero yo no desistía pues la chica me ponía, pero a ella le debía de poner otro, según confidencias que me hacían sus amigas cuando les pedía que ejercieran de Melibéa, para interceder por mí en su conquista. Así que éste fue mi segundo fracaso amoroso, no me comía ni una rosca, probablemente por mi edad, aunque por entonces ya debía tener unos diecisiete años.

La empresa patrocinaba un equipo de futbol que militaba en la tercera división y durante el primer año que allí trabajé, decidió crear un equipo juvenil para que sirviera de cantera al primer equipo. Así que ni corto ni perezoso me apunté, matando dos pájaros de un tiro; primero porque me gustaba jugar y segundo porque así me quitaba durante dos horas y dos días a la semana, de tener que aguantar al dichoso maestro del taller.

Por aquellos años, la Iglesia Católica, ejercía un fuerte poder dentro de la estructura del Estado, así que de vez en cuando, organizaban charlas dentro de las empresas metalúrgicas, que paraban su actividad industrial durante una hora o más, para que los obreros oyéramos los mensajes con los que pretendían catequizarnos.

Como yo no perdía ocasión de escaquearme del taller, a la menor oportunidad que surgiera, me apunté a unos ejercicios espirituales, muy de moda en la época, que se desarrollarían en la provincia de Segovia. Junto con otro compañero del taller, fuimos para allá con la sana intención de pasárnoslo bien. Como dice el refrán: “Dios los cría y ellos se juntan”. Pero a punto estuvimos de que nos expulsaran cuando, en horas de pasear meditando, nos sorprendieron contando chistes agazapados detrás de unos setos del jardín.

Volviendo a la actitud persecutoria de aquel maestro de taller, recuerdo aquella ocasión en que nos reunimos en los lavabos del taller, los jóvenes que allí trabajábamos, para ver los discos que iríamos a poner en el guateque, que normalmente solíamos hacer, y comentar lo bien que lo iríamos a pasar el domingo, (pues en aquellos años los sábados eran días laborables). Estando revisando los discos y canturreando algunas letras de las canciones que contenían, el buen hombre irrumpió en los lavabos, y ni corto ni perezoso, levantó acta de la situación y nos sancionó a cada uno de los que allí estábamos, con un día de empleo y sueldo.

En uno de esos domingos de baile, conocí a una chica, que sí me hizo caso a pesar de no ser yo un consumado bailarín; con ella estuve saliendo durante algún tiempo hasta que volví para Málaga, con la idea de emigrar a cualquier país de Europa.

Pero esa es otra historia que contaré en otro momento.
96827c4a-cb8d-3237-b15f-cf1ab9ce9eab

No hay comentarios:

Publicar un comentario