domingo, 27 de octubre de 2019

Liberación del pecado 

Allá por el año 1955, Ana, una joven católica temerosa de Dios, mantenía un conflicto entre el escrúpulo de conciencia de incurrir en pecado carnal, que tanto le habían inculcado en la escuela de monjas, y la necesidad de desahogar la libido
Hacía tiempo que había descubierto su sexualidad mientras se lavaba las partes íntimas, cosa que le había proporcionado un placer desconocido.
Ella, se confesaba habitualmente con el cura Javier. Por eso, aquel sábado le sorprendió la presencia del párroco, en el confesionario. Le habían dicho que este era muy severo con las penitencias que imponía. No obstante decidió confesarse con él.
Era el párroco Don Ramón un hombre carismático, poseedor de una fuerte capacidad para la seducción; así como para ilusionar y manipular a sus seguidores. Protector de los pobres, a los que ayudaba promoviendo colectas de alimentos y ropas que después distribuía, ostentosamente, entre los más necesitados; se había ganado la confianza y el respeto del estamento clerical, que lo había encumbrado a puestos de relevancia dentro de la Diócesis.
Estos actos benéficos eran muy bien vistos por el obispo y por la propia burguesía de la ciudad que se ofrecía, haciendo donativos, para colaborar y participar en dichos encuentros caritativos.
Ana se había visto en más de una ocasión en aquella fila de los desposeídos solicitando alguna ayuda que difícilmente conseguiría por otro conducto, dado el alto índice de paro laboral que asolaba la ciudad empobrecida después de la guerra civil y del bloqueo internacional a que el país estaba siendo sometido por la ONU.
En una ocasión le dieron una manta de lana, para mitigar el frio húmedo del invierno, que llevó corriendo, llena de alegría, hasta su casa  para entregárselo a su madre. 




—¡Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida!
—Padre, me acuso de haber realizado actos impuros.
—¿A qué actos impuros te refieres? ¿Acaso fornicaste con varón?
—¡No, no señor! ¡No me veo capaz de cometer semejante pecado! Pero no puedo evitar masturbarme diariamente pensando en yacer con un hombre. Después no puedo dormir arrepentida de haber ofendido a Dios Nuestro Señor.
—¡Hija mía! Te aconsejaría que vinieras con más frecuencia a la parroquia. Yo sería tu director espiritual; guiaría tus pasos para una verdadera unión con Jesucristo como medio de dominar tu sexualidad. La penitencia que te impongo es que te confieses siempre conmigo y que comulgues diariamente.
«Yo traigo la misión del Verbo Encarnado que vino al mundo para amar y entregarse; lo mismo que yo os amaré y me entregaré». Estas palabras premonitorias fueron pronunciadas por el presbítero, en más de una ocasión, desde el púlpito del templo.
Un buen día, el honorable y respetado párroco, conocedor por medio de la confesión de la concupiscencia de la chica, le propuso:
—¡Deberías participar de los encuentros místicos que realizamos! Te vendrían muy bien para tu salud espiritual.
—Padre. ¿En qué consisten dichos encuentros?
—Un grupo de mujeres seglares y yo nos reunimos en oración permanente ofreciendo nuestra virginidad a Jesucristo. Tenemos que amarlo con corazón de carne. No olvides que el Mesías habrá de renacer de la unión entre nosotros, los cristianos.
Así paso a paso, lentamente, el sacerdote consiguió convencer a la chica para que participara de aquellas reuniones secretas. 

Aquella tarde otoñal Don Ramón recibió a la discípula en la penumbra de un improvisado santuario iluminado tan sólo por una mortecina luz rojiza. El aire perfumado de incienso y espliego invadió el cerebro de la chica. El sacerdote despojó a la virgen del camisón con el que había sido ataviada, y un lecho a modo de altar acogió a la joven inexperta; la tendió con solemnidad sacramental sobre el mullido colchón y la penetró lentamente. Un coro de beatas, mientras tanto, cantaba salmos eucarísticos en incomprensibles latines.


Era el día de Navidad. Los feligreses reunidos, para celebrar el nacimiento de Jesús, cantaban villancicos populares entre cada parte de la liturgia de la santa misa.
Todo el mundo era feliz hasta que, poco antes del ofertorio, la ceremonia se vio interrumpida. En el altar mayor, una joven visiblemente alterada, increpó al oficiante. Su voz sonó atronadora acallando los vibrantes acordes del órgano.
«¡Don Ramón, usted no tiene dignidad! ¡Usted es un malnacido! ¡Me ha engañado y me ha dejado preñada!»
Inmediatamente fue sacada a empujones del templo mientras gritaba posesa de ira: «Le he denunciado a la policía. Ya no habrá en esta ciudad más silencio cómplice de la Iglesia, que oculte sus sórdidas orgías»
La justicia civil se inhibió del caso en virtud del concordato, firmado en el año 1953, entre el Estado Español y la Santa Sede. Aunque luego, por su gravedad, el conflicto se resolvió en Roma por la Sagrada Congregación del Santo Oficio.
Don Ramón fue cesado como párroco, desposeído de todos sus cargos y dignidades, e ingresado en una cárcel dedicada a religiosos.
En el primer aniversario de la muerte de Ana, mi madre, postrado ante la tumba; recordando su valentía para destapar estos actos heréticos y criminales cometidos durante el nacional catolicismo franquista, con todo mi agradecimiento y admiración, por haberme dado la vida, le dedico este cariñoso aplauso.

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